CALLE DEL PEZ
Va desde la Corredera baja de San Pablo hasta la calle de San Bernardo. Todo este paraje pertenecía a la hacienda del eclesiástico don Diego Enríquez, de noble linaje. Tenía la posesión cinco pozas para el riego, que dieron denominación a la cercana calle de Pozas, y una fuente de finísimas aguas, con diferentes juegos de surtidores que se mostraban al público en el día de San Juan. Al trasladar Felipe II la corte a Madrid, el ayuntamiento de la Villa compro y urbanizó la finca, y la calle que nos ocupa, en la parte final y más ancha cercana a la de San Bernardo, tomó precisamente hasta finales del XVIII el nombre de la Fuente del Cura. Parte de los terrenos fueron adquiridos a su vez por don Juan Coronel, marqués de Escalona, y se dice que en ellos había un estanque en el que vivían dos peces. El estanque se secó y un pececito fue recogido por la hija del dueño que lo tuvo un tiempo en una pecera hasta que murió. La pena se apoderó entonces de la muchacha, llamada doña Blanca, que no supo superar la muerte de su pez y acabó metiéndose a monja en el vecino convento de San Plácido. Su padre levantó luego en el lugar casa, en lo que es el número 24 de la calle, esquina a la del Marqués de Santa Ana, y en su fachada se esculpió un pez que dio nombre a la calle. Aún hoy, en la casa que ocupa el lugar de la anterior, se pueden ver el famoso pececillo. En tiempos del Alfonso XII, durante la alcaldía de José Abascal y gobierno de la nación de Sagasta, esta calle recibió el nombre de Moriones, en honor de Domingo Moriones, militar español destacado participante en las guerras carlistas en el bando de los liberales. La calle del Pez fue en el pasado siglo, una de las más animadas y concurridas de la ciudad. Prueba de su importancia son los numerosos palacios románticos que aún sobreviven. Esquina a la de la Madera Alta, el de Escalona y Bornos, del arquitecto Silvestre Pérez, reformado en 1860 por Wenceslao Gaviña para doña María Asunción Ramírez de Haro Crespí de Valldaura, XI condesa de Bornos. Allí estuvo instalado el colegio José Espronceda y hoy ha sido rehabilitado como edificio de pisos y apartamentos. La casa condal de Bornos pertenece al linaje de Gracián Ramírez, el caballero cristiano que en el año 932, participando junto a Ramiro II en la primera y no consumada conquista de Madrid a los árabes, encontró en un campo de esparto (atochar) una imagen de la Virgen —la Virgen de Atocha—, posiblemente allí escondida por temor a que fuera profanada. La tradición dice que Gracián Ramírez, que antes de entrar en batalla se había encomendado a la Virgen por la inferioridad del ejército cristiano, temiendo morir y sospechando que los moros tomarían represalias con su mujer y sus hijas, las degolló para así evitar que fueran deshonradas. Después, cuando victorioso pero acongojado por la muerte que él mismo había dado a sus seres queridos regresó a casa, se operó el milagro: encontró a su mujer y a sus hijas vivas, postradas ante la Virgen, con la única huella de unos hilillos de sangre alrededor del cuello. Los Bornos fueron dueños durante muchos años de la inmensa y celebérrima Pradera de San Isidro, inmortalizada por Goya y escenario de romerías y fiestas. Esquina a Pozas se encuentra el palacio del duque de Baena, construido en 1860 también por Wenceslao Gaviña y habilitado igualmente para viviendas en 1931. Y en la esquina con San Bernardo, el palacio de los Bauer, construido a mediados del siglo XVIII por encargo de los marqueses de Guadalcázar. A finales del XIX fue adquirido por los Bauer, familia de banqueros judíos representantes en España de la Banca Rothschild, que encargaron al arquitecto, pintor, escultor y decorador Arturo Mélida su restauración. Desde 1952 es sede de la Escuela Superior de Canto. Apoyada al muro lateral del palacio de los Bauer, en la calle del Pez, se encuentra la estatua en bronce y en tamaño natural de una joven llamada Julia, estudiante que en el siglo XIX asistió a la cercana Universidad Central (únicamente queda de ella el Paraninfo en la calle de San Bernardo) disfrazada de chico, pues entonces sólo los hombres podían hacerlo. Es obra de Antonio Santín Benito. de asistir a clase disfrazada de hombre, el único modo de hacerlo, aunque sólo de oyente Con fachada a la calle del Pez y también a las de la Madera y de San Roque, se levanta el convento de San Plácido. Fue fundado en 1623 por la gran dama doña Teresa Valle de la Cerda, quien renunció a su matrimonio con el poderoso caballero don Jerónimo de Villanueva para profesar en dicho convento, del que fue su primera priora, y en el que fue nombrado patrono el desdeñado novio. Y en casa de este don Jerónimo, contigua al convento, en la calle de la Madera, se reunían importantes personajes de la corte, e incluso hasta el mismo rey Felipe IV, quien, habiendo allí oído comentar la belleza de una monja de San Plácido llamada Margarita, se quedó prendado de ella y a través de una comunicación secreta con el convento la visitaba y mantenía relaciones carnales. Fue un escándalo tremendo, entre otros más que sucedieron en San Plácido, como la posesión infernal de sus más jóvenes y escogidas novicias a través de su confesor, fray Francisco García de Calderón, que las convenció de que la mejor forma de sacar al diablo era teniendo tratos libidinosos con él, y claro, acabo trajinándose a todas. El convento fue el centro de la vida y la leyenda del Madrid de su tiempo, y estas historias de correrías reales y posesiones infernales las contaremos con más amplitud en la reseña que de él hacemos en la calle de San Roque, por donde tiene su entrada. La antigua zona conventual de San Plácido se mantuvo en pie hasta que el Ayuntamiento decidió su demolición en 1903 por su estado ruinoso. En el solar resultante estuvo el Coliseo Ena Victoria, destruido por un incendio en 1908. En 1913 se inició la construcción de un nuevo convento junto a la iglesia, que sí es la primitiva. Frente a San Plácido se encuentra el Teatro Alfil, que antes fue Cine Pez, de sesión continua desde las nueve de la mañana y luego de programas dobles de películas X. Exponía sus carteleras pintadas al uso de entonces, aunque en tamaño sustancialmente más pequeño que los cines de la Gran Vía (se pintaban en un taller de la cercana calle Pizarro, en el nº 13). La calle del Pez ha sido siempre tremendamente comercial, pero cuando los escaparates de la Gran Vía recién estrenada empezaron a brillar, se inició su declive. Frente a los grandes almacenes, los cines palaciegos y las modernas cafeterías a dos pasos, poca competencia podían ofrecer sus viejos comercios galdosianos. Y a esto hubo que añadir la desaparición de la Universidad Central en la calle de San Bernardo. Los estudiantes pernoctaban en las pensiones de Pez y sus aledaños, comían en sus restaurantes económicos, compraban en sus librerías y papelerías, se vestían en sus sastrerías y convertían sus bares y tabernas en centros de animado debate. En los años cincuenta del pasado siglo, los comerciantes de la calle, para defenderse de tanta adversidad, se unieron en una asociación que, bajo el lema de “Quien compra en la calle del Pez bien sabe lo que se pesca”, iniciaron una campaña publicitaria colectiva y un sistema de bonos y rebajas para que su clientela no cayese en la tentación de cambiarse a la moderna Gran Vía y sus aledaños. Lo consiguieron en parte y sirvieron de puente hasta que una nueva oleada de jóvenes residentes y de promotores de otro tipo de locales más modernos están recuperando la calle. Desde la Corredera Baja, nada más doblar la esquina, había una de las papelerías más antiguas de Madrid llamada El Arca de Noé, especializada, entre otras cosas, en vender cabezudos hechos con pasta de papel y que mostraba en un pequeño escaparate situado en lo que era su almacén, y también recortables, artículos de broma, fiesta o escritorio. En el edificio esquinero con la plaza de Carlos Cambronero abre sus bellos balcones, encima de local de Caja Madrid, donde estuvieron antes los almacenes de Muebles Roa, la Casa de León. Y en la otra esquina de la plaza se encontraba el famoso bar Palentino, que aguantaba sin modificaciones el paso del tiempo. Su clientela cambiaba según las horas: en las de luz era familiar, de barrio, con consumos de café o chocolate con churros, vinitos, cañas y vermut; por las noches, sin embargo, abierto hasta las tantas, se abarrotaba de gente joven y daban de beber a un precio más que razonable. Un garito que se usó para el rodaje de una parte de Abre los ojos, de Alejandro Amenábar y que fue elevado a mito por el grupo Siniestro Total al incluirlo en una de sus canciones:
Nosotros somos seres racionales Pero Casto Herrezuelo se murió en marzo de 2018 y Loli, su cuñada (se turnaban en la barra), no quiso seguir, ni ningún otro familiar. Luego, un año después, volvió a abrir, con nueva dirección, y con ganas de hacer un "guiño" al pasado. Se mantuvo el nombre, el exterior y… el famoso pepito de ternera. Pero ya no pudo ser lo mismo y, en 2021, cerró... En los bajos del convento de San Placido desapareció la zapatería Penalva, de donde todos los niños del barrio llevaban los zapatos, a no ser que hubiese una mejor oferta en Segarra (Gran Vía, esquina Callao, que además los jueves regalaba un globo por cada compra), y antes los Almacenes Asturias, cuyo fuerte eran los trajes de confección. La preciosa platería, relojería y cubertería Lo-Pez (así separaba el nombre en su rótulo), en el nº 9, tenía fama de ser expoliada por doña Carmen Polo, mujer de Franco, en cada una de las visitas que realizaba, ya que no se atrevían a pasar la factura de lo comprado a El Pardo. Los empleados tenían orden de retirar el género de más valor de los expositores nada más ver que el coche oficial aparcaba a la puerta, y dejar sólo la bisutería, no fuera que la dama se encaprichara... En el número 14 hubo una antigua ferretería especializada en objetos dorados de latón, que cerró cuando el edificio fue rehabilitado y abrió durante unos años en los bajos del contiguo palacio de Bornos. Esquina a Pizarro, en el antiguo palacio de don Juan Manuel de la Pezuela, conde de Cheste, estuvieron en los años veinte y treinta del pasado siglo las sedes de la Federación de Sindicatos Católicos Femeninos y de otras asociaciones como la Agrupación Defensa y Libertad de los Padres en la Educación de los Hijos. Posteriormente se habilitó como sede de una sinagoga hebrea. Hoy abre allí sus puertas el Teatro Victoria, que tiene programación general además de infantil. En los sótanos de este edificio hubo por los años sesenta y setenta unos concurridos billares. En el 28, despreciando el riesgo, estuvo durante muchos años el Palacio del Vino, parapetado entre las vigas que apuntalaban el edificio. Siguiendo el curso de la calle, en el nº 19, donde abre el Hotel Abalú, existió una tienda especializada en mapas y libros de viaje, Tierra de Fuego. Y en el 21, edificio que fue "okupado" por el colectivo El Patio de Maravillas, tras ser desalojados de su inicial ubicación en la calle del Acuerdo, se encontraban La Pelota de Goma, tienda dedicada a la venta de juguetes, pelotas, bolsas de agua caliente, tacos y todo tipo de artilugios hechos de ese material, y la centenaria librería y papelería La Cervantina, especializada en libros de texto y luego en cuentos infantiles, libros de salud y hasta en la venta casi exclusiva del calendario popular El Zaragozano. Enfrente, en el nº 30 desapareció la super centenaria mercería y tienda de ropa de niños La Moda abierta en 1896. En el escaparate, un antiguo maniquí infantil chupaba una onza de chocolate y se ensuciaba a placer los morros. Todo un icono en la calle del Pez. Esquina a la calle de Minas estuvo La Dalia, un herbolario muy popular; a continuación una antigua droguería que exhibía sus orgullosos reclamos en el escaparate, y en el 36, en el chaflán con Pozas, la Sastrería Vargas, que conservó parte de su fachada en un comercio posterior de objetos dorados de latón. Frente a la Sastrería Vargas hubo una tienda que en Navidades vendía juguetes. En el último tramo de la calle, llegando a San Bernardo, se mezclaban tiendas de confección de caballeros, zapaterías, y, en los bajos del antiguo palacio del duque de Baena, un laboratorio de fotografía, Beringola, que recordaba los tiempos de la Universidad en sus orlas de estudiantes.
Esta calle va desde la de la Luna a la del Pez. El paraje era en los años del reinado de los Reyes Católicos el lugar donde se solían quemar los cuerpos de los ajusticiados por la ley y el de las ejecuciones del Tribunal de la Inquisición, para lo cual había, como era costumbre en los destinados a tan horrible menester, una gran cruz de madera pintada de verde, que permaneció allí incluso después de haberse trasladado el quemadero, al ampliarse la ciudad, a la actual glorieta de Ruiz Jiménez. Fue la de Cruz Verde, según el genial Pedro de Répide en su libro Las calles de Madrid, "una calle bribiática, propicia al cobijo de tapadillo y a la vulgar mercadería galante". ¿Se puede decir más fino? Desapareció el Café de Prada, con entrada principal por la calle de San Bernardo, famoso en los fastos estudiantiles de los tiempos de la cercana y ya desaparecida Universidad Central. Animado y bullicioso en su piso alto de billares y otros juegos, era en cambio sosegado en su planta baja, donde había discretos rincones para las parejas e incluso se respetaba el dormir tranquilo de unos cuantos gatos en los divanes. Existe una Travesía del mismo nombre, que comunica con la calle de San Bernardo, y que en el momento de abrirse tomo el nombre de calle de Nabo, por ser el sitio que tenían asignado los vendedores de esta hortaliza que desde el pueblo de Fuencarral acudían a Madrid. Allí hubo en tiempos una fábrica de queso que se anunciaba como... manchego. En la calle de la Cruz Verde abría el Mesón Boñar de León, frente a la Travesía, cerrada al tráfico y en donde extendía la terraza. Era un bar restaurante barato y lugar inevitable para los comilones por el tamaño exagerado de sus raciones y de sus tapas.
Comunica la calle de la Luna con la del Pez. Hasta 1895 se llamó de Panaderos, por ser el lugar donde en el siglo XVII se estableció un mercado de pan que se cocía en los famosos hornos de Villanueva, un caserío de tahonas en la actual calle de ese nombre, donde se fabricaba el pan que se consumía en Madrid. Igual que la calle de La Cruz Verde y según expresa tan genialmente Pedro de Répide en su libro Las calles de Madrid, era la de Andrés Borrego "una calle pintoresca entre las más sabidas de la bribia y la gallofa de la corte, abundante en su vecindad de mancebías y casas hospitalarias para el amor errante, amén de algún baile famoso en los anales jaracaneros". ¡Toma del frasco, Carrasco! Para contrarrestar —quizá irónicamente— tan alocada fama, se rebautizó a la calle con el nombre de Andrés Borrego (1802-1891), un personaje serio y circunspecto, que comenzó a figurar en política a lado de Riego y que, tras exiliarse en Inglaterra y Francia, volvió a España después de la muerte de Fernando VII y fundó el periódico El Español, dirigió El Correo Nacional, fue redactor de La época y publicó numerosas obras históricas, sociales y económicas. También fue diputado durante muchas legislaturas y gobernador de Madrid. Esquina a la calle de la Luna se levanta la antigua casa palacio del marqués del Llano, en donde vivió el infante don Francisco de Paula. Muy conocido en tiempos fue un salón de baile, el Panaderos, que en realidad se llamaba Dancing Club, y que ocupaba los números 8 y 10.
Comunica la calle de la Luna con la del Pez. Se llamó antes de la Magdalena Alta para distinguirla de la que va desde Tirso de Molina a Antón Martín. Y el motivo fue la ubicación en esta calle de un destartalado y triste Hospicio de María Magdalena para mujeres de la calle arrepentidas, vulgarmente las Recogidas, que en 1623 fue trasladado a la calle de Hortaleza (sede actual de la UGT). El terreno lo compró después don Francisco Fernández Pizarro, marqués de la Conquista y descendiente del conquistador del Perú. Por tal circunstancia, se puso a la calle posteriormente el nombre de Pizarro. Una biografía muy resumida de Francisco Pizarro sería que nació en 1476 en Trujillo (Extremadura). En 1502 llegó a América como paje del gobernador Nicolás de Obando. En 1509 acompañó a don Alonso de Ojeda en la conquista de Nueva Andalucía, en la actual Colombia. Y como lugarteniente de Vasco Núñez de Balboa estuvo en el descubrimiento del Océano Pacífico, en 1513. En 1524 lideró la conquista del Perú asociándose con Diego de Almagro. En 1532 logró capturar al Inca Atahualpa y al año siguiente llegó al Cusco. Un año más tarde fundó Lima, ciudad donde vivió hasta el 26 de junio de 1541. En esta fecha fue asesinado por un grupo de partidarios de Diego de Almagro. A mediados del siglo XVIII gozaba de gran prestigio en Madrid la fábrica de alfombras de Gabriel Estrada, que se hallaba en esta calle de Pizarro. Sin duda la fachada más impactante de la calle es la del número 14, un original edificio modernista de clara inspiración neogótica, antigua sede de El Correo Español a principios del XX y sede de las juventudes carlistas en los años veinte. En el número 15 murió el 3 de septiembre de 1875 el general Hoyos, que apoyó el restablecimiento de la Constitución de Cádiz tras el fin de la guerra de la Independencia y el levantamiento de Riego en 1920. De tendencia liberal, el 22 de 1866, siendo capitán general de Madrid en el gobierno de O'Donnell, reprimió la llamada Sublevación del Cuartel de San Gil, auspiciada por los partidos progresista y democrático con la intención de derribar la monarquía. Hay un refrán que dice: "Tienes más fuerza que el general Hoyos". Hace alusión a nuestro personaje, porque de él se cuentan, entre otros alardes, los siguientes: Estando en La Bañeza, en León, por los años de 1830, mandó herrar su famoso caballo blanco, y so pretexto de que las herraduras que le aplicaban no eran bastante fuertes, las hizo saltar en dos pedazos cada una sin más instrumento que sus manos. Y con motivo de tener que salir su destacamento de aquel pueblo, pidió pertrechos y provisiones; y habiéndole proporcionado un jumento, mandó que lo llevaran á la puerta del Ayuntamiento, en ocasión en que se hallaba reunido el municipio. Allí cargó con la bestia en los hombros, la subió por la escalera, y arrojándola en medio de la sala, preguntó que quién iba a llevar á quién. En la esquina de la calle del Pez se encuentra la casa palacio de don Juan Manuel de la Pezuela, conde de Cheste, importante militar y aristócrata del siglo XIX, ministro de Marina con Narváez (1846) y capitán general de Cataluña (1867), y que llegó a dirigir la Real Academia Española. Su capilla ardiente, en 1906, fue uno de los acontecimientos más multitudinarios que ha visto la calle en su historia. En este palacio vivió también don Enrique de Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo, miembro activo del partido carlista, coleccionista y arqueólogo, que aquí tuvo sus colecciones hasta que se trasladaron al palacete de la calle de Ventura Rodríguez, donde hoy se abre el museo Cerralbo, donado con todo su contenido al Estado. E igualmente estuvieron en los años veinte y treinta del pasado siglo las sedes de la Federación de Sindicatos Católicos Femeninos y de otras asociaciones como la Agrupación Defensa y Libertad de los Padres en la Educación de los Hijos. Posteriormente se habilitó como sede de una sinagoga hebrea. Hoy abre allí sus puertas el Teatro Victoria, que tiene programación general además de infantil. En los sótanos de este edificio, con entrada por la calle del Pez, hubo por los años sesenta y setenta unos concurridos billares. Muchos son los comercios tradicionales desaparecidos en la calle, y entre ellos: la tienda de maderas Arrese, en el número 14, en los bajos del edificio modernita antes citado, que fue sede del Correo Español; Maderas Pueche, en el nº 16, y, esquina a la calle del Pez, la tienda de ultramarinos Olmos.
Esta calle, que comunica las de la Luna y la del Pez, frente a la plaza de Carlos Cambronero, recibe ese nombre porque en la fachada del convento de San Plácido, que por aquí tiene su entrada, con vuelta por las del Pez y de la Madera, pusieron las monjas un cuadro con la imagen de San Roque por haber sido bendecido el convento el 16 de agosto de 1624, fiesta de este santo. San Roque era un rico francés del siglo XIII que repartió su fortuna entre los pobres y se fue como peregrino a Roma, donde se dedicó a cuidar leprosos y apestados. Un día, sintiéndose él contagiado de la enfermedad, se retiró a un bosque solitario. Y sucedió que un perro de una casa importante de la ciudad empezó a tomar cada día un pan de la mesa de su amo e irse al bosque a llevárselo a Roque. Después de varios días de repetirse el hecho, al dueño le entró curiosidad y siguió los pasos del perro hasta que encontró al pobre Roque. Entonces se lo llevó a su casa y lo curó de sus llagas y enfermedades. Prácticamente es el convento llamado comúnmente de San Plácido, que corresponde al nombre de Monasterio de la Encarnación, de religiosas benedictinas, lo único destacable de la calle de San Roque. Fue fundado por la gran dama doña Teresa Valle de la Cerda, quien tenía una hermosa casa de campo por donde hoy se abre la calle de Jesús del Valle y que vendió para los gastos de la construcción. La había heredado de su padre, don Luis Valle de la Cerda, contador mayor del Consejo de Cruzada. Además, doña Teresa, con 22 años entonces, renunció a su matrimonio con el poderoso caballero don Jerónimo de Villanueva, ministro de Felipe IV, para profesar en dicho convento, del que fue su primera priora y en el que fue nombrado patrono el desdeñado novio. Y en casa de este don Jerónimo, contigua al convento, en la calle de la Madera, se reunían importantes personajes de la corte, e incluso hasta el mismo rey Felipe IV, quien, habiendo allí oído comentar la belleza de una monja de San Plácido llamada Margarita, se quedó prendado de ella y a través de una comunicación secreta con el convento la visitaba y acosaba hasta que logró mantener con ella relaciones carnales. Enterada la priora de los hechos, dispuso una lúgubre y fingida muerte de Margarita para librarla de los galanteos del rey. Y así la encontró don Felipe, rígida sobre un túmulo vestido de negro, con un crucifijo a la cabecera y entre cuatro velones encendidos. La impresión que recibió fue tremenda, de tal manera que cayó desmayado y hubo de ser conducido al palacio del Buen Retiro en carroza tapada y aliviado por los galenos palaciegos con sangrías y cataplasmas. De resultas de aquello, don Jerónimo de Villanueva fue procesado y encarcelado por el Santo Oficio, pero quien verdaderamente pago el pato fue don Alfonso de Paredes, quien sin comerlo ni beberlo, como notario del Consejo fue enviado a Roma con los papeles de la Causa encerrados en una arquilla cerrada, y nada más poner pie en Génova, fue apresado y encarcelado por los soldados del Virrey de Sicilia —sin duda muy aleccionado por cartas del conde-duque de Olivares— para que no se fuera de la lengua. Así las gastaban en los tiempos del rey pasmado. Fue entonces cuando, en desagravio y en señal de arrepentimiento, el rey regaló al convento un famoso reloj ya desaparecido cuyas campanadas imitaban al toque de difuntos. Y también ordenó a su pintor de corte, Velázquez, que pintara para ellas el famoso Cristo Crucificado, hoy en el Museo del Prado. Pese a lo que se trato de ocultar, fue un escándalo tremendo, y no el único de los que sucedieron en San Plácido. Otro, en el que estuvo implicado el capellán, fray Francisco García de Calderón, dio lugar a un famoso proceso que le condujo, junto a la priora y a varias monjas, a la cárcel de la Inquisición de Toledo. Los hechos ocurrieron en 1627, al poco de ser fundado el convento, cuando una de las más jóvenes novicias empezó a manifestarse en estado de exaltación y arrebato, de tal manera que fray Francisco la sometió a "especiales" rituales de exorcismo para expulsar al demonio de su cuerpo. En el mismo estado cayó a los pocos días otra monja. Luego, la misma priora y fundadora, doña Teresa, y así hasta veintiséis de las treinta religiosas que lo habitaban, salvándose las cuatro restantes porque su avanzada edad o sus pocos atractivos físicos las hacían inmunes a los ataques de Lucifer. Resulta que las había convencido de que la mejor forma de sacar al diablo era teniendo tratos libidinosos con él, y claro, acabo trajinándose a todas. La iglesia anexa al convento, dedicada a San Plácido, fue construida entre 1641 y 1661 bajo la dirección de fray Lorenzo de San Nicolás, agustino recoleto, en estilo renacentista de transición al barroco. Destaca su decoración interior. El cuadro de la Anunciación del altar mayor es de Claudio Coello, y hay otras obras estimables, como lo son las cuatro estatuas en los pilares de la cúpula, obras de Manuel Pereira; el Cristo Yacente, obra exquisita del vallisoletano Gregorio Fernández, y las pinturas al fresco realizadas por Francisco Ricci y Juan Martín Cabezalero que adornan la cúpula, las pechinas y el crucero de la Iglesia. Estuvo también en la Sacristía el ya citado y archiconocido Cristo Crucificado de Diego Velázquez, que se trasladó al Museo del Prado donde puede contemplarse en la actualidad. La antigua zona conventual de San Plácido se mantuvo en pie hasta que el Ayuntamiento decidió la demolición en 1903 por su estado ruinoso. En el solar resultante estuvo el Coliseo Ena Victoria, destruido por un incendio en 1908. Y en 1913 se inició, según proyecto del arquitecto Rafael Martínez Zapatero, la construcción de un nuevo convento junto a la iglesia, que sí es la primitiva. En 1943 el conjunto fue declarado Monumento Nacional. A la calle de san Roque daba la parte trasera (la fachada principal por la calle de la Madera) de la redacción y talleres de El País, periódico de tendencia republicana, de finales del XIX y principios de XX, distinto del actual del mismo nombre, edificio luego ocupado por el diario La Libertad y posteriormente por el Informaciones hasta 1983. Hoy, muy remodelado, corresponde a la parte posterior del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE). Y también da la trasera del Teatro Lara (en la Corredera Baja), donde se puede ver fumar, entre los huecos de una vieja y preciosa escalera de incendios, a los trabajadores de la sala.
La calle de la Luna, que baja desde la del Desengaño hasta la de San Bernardo, vio desaparecer en su inicio todas las casas de la izquierda por la apertura en 1970 de la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, que popularmente recibe el nombre de plaza de la Luna. Su pintoresco nombre hay que buscarlo en tiempo de los Reyes Católicos. Por este paraje poseía don Álvaro de Córdoba una casa con una gran torre. No lejos estaba el palacio, también con torre, de otro noble llamado don Francisco de Crispi. Con ocasión de una disputa entre ambos, comenzaron a lanzarse ataques desde sus respectivas torres. Cayó la noche, y se sosegaron los ánimos. Pero al salir la luna, que iluminaba la torre de don Álvaro, se reanudó la batalla, muriendo ambos contrincantes. Isabel la Católica, al serle referidos los hechos, hizo derribar las dos torres, pero al construirse una nueva casa en el solar de la antigua de don Álvaro, se labró en la fachada una luna, que dio nombre al edificio y luego a la calle entera que allí se abrió posteriormente. En el límite entre el principio de la calle de la Luna y el final de la del Desengaño (debe ser la única en Madrid en estas circunstancias, sin otra calle por medio), se encuentra la iglesia de San Martín, barroca, de la segunda mitad del siglo XVII, con portada atribuida a Churriguera, hoy restaurada y abierta como Templo Eucarístico para la exposición y adoración permanente del Santísimo Sacramento. Es la antigua de Portacoeli (orden de clérigos menores ya desaparecida); luego parroquia de San Martín, que acogió esta titularidad tras ser derribada en 1810, en tiempos de José Bonaparte, la antigua anexa al monasterio de San Martín, en la plaza de ese mismo nombre. En aquel antiguo templo fueron primeramente enterrados, clandestinamente para que no fueran profanados por los franceses, Daoiz y Velarde, héroes del alzamiento del 2 de mayo de 1808. A continuación de la iglesia estuvieron los Cines Luna, un desatino de edificio abierto en 1980, que fue emblemático templo del cine en versión original y precursor en eso de las salas múltiples. Hoy se abre allí un complejo de ocio que incluye un teatro restaurante, zona comercial, hotel, gimnasio y terraza con piscina. Donde ahora se abre la plaza de María Soledad Torres Acosta había varias edificaciones, y entre ellas el palacio de don Francisco de Tejada y Mendoza, oidor del Consejo Real de Indias. Luego fue heredado por los condes de Sastago y finalmente por el marqués de Monistrol. En él se fundó en 1782 el Banco de San Carlos, precursor del actual Banco de España. En ese mismo local se abrió en 1825 un teatrito pequeño, que en 1832 se le dio mayor amplitud para abrir otro teatro, el Buenavista, donde se reponían las obras clásicas estrenadas en el Teatro Español por compañías de tercera o cuarta categoría a precios muy reducidos. Luego estuvo uno de los cafés más famosos de Madrid, el de la Luna. Y en 1909, los Almacenes Eleuterio de tejidos y ropa de confección (“De la Ceca a la Meca”, pues tenían otro local abierto en la calle de Fuencarral; éste de la calle de la Luna era el de la Ceca). Enfrente estaban los Almacenes La Llave, de menaje del hogar, en la esquina de la Corredera Baja. Y cercano, el bodegón del “Traganiños”, punto de encuentro de maleantes, borrachos y rameras. De la calle de la Luna, esquina a San Roque, desapareció en 1994, después de estar en activo casi 150 años, la fábrica de chocolates El Indio, uno de los últimos reductos del comercio tradicional en la zona. Era una tienda preciosa, con el interior prácticamente igual que en el momento de su fundación, que además de la elaboración de chocolates tenía a la venta otros productos de confitería, como caramelos o galletas. Fue fundada por don Cipriano de Diego, y después del paso de dos generaciones, las ultimas en estar al cargo fueron las hermanas Josefa y María Ruiz de Diego, que se empeñaron en mantenerla con la estética —ellas incluidas— de los primeros años. Tras ser minuciosamente desmotada, hoy se puede ver en el Museo Nacional de Antropología, En la calle de la Luna, casi frente a la de Pizarro, se levanta el palacio de Talara, construido por Manuel Machuca a principios del XVIII, que a medio derruir pudo ser recuperado como edificio de apartamentos. Y un poco más abajo, entre las calles de Andrés Borrego y de la Cruz Verde, la antigua casa palacio del marqués del Llano, en donde vivieron los infantes doña Carlota y su esposo don Francisco de Paula, éste hermano de Fernando VII; y aquella, hembra de "armas tomar", que al enterarse en que estando su cuñado enfermo en La Granja, el ministro Carlomarde pretendía que firmara "de matute" la Ley Sálica, que excluía a las mujeres de la sucesión en la Corona, marchó a La Granja y llegó a tiempo para, ante el lecho de su real cuñado enfermo, sacudirle un par de bofetadas a Carlomarde y rasgar el decreto que acababa de firmar el monarca, y permitir así que su sobrina Isabel heredara el trono. "¡Manos blancas no ofenden!" fue el comentario galante del ministro. "¡Pero hacen daño y rectifican insensateces!" se dice fue la respuesta de la infanta. Desaparecieron, además de lo ya citado y entre otros: una vieja librería de lance, en el 5; una tienda de maderas, en el 19, y, en los bajos de ese mismo edificio, una antigua planchadora, trabajo insoportable en verano y agotador, sobre todo en tiempos antiguos, con aquellos tejidos que tanto se arrugaban. Las antiguas planchas se calentaban poniéndolas encima de los fogones (mientras se planchaba con una, otra se calentaba), y las había también con un deposito para llenar con brasa de carbón. Todas eran de hierro, y se usaban trapos rodeando el asa para no quemarse. Luego llegaron las eléctricas... También se encargaban estas sufridas trabajadoras del almidonado en no pocas prendas, para darles mayor realce, como alguna ropa femenina y cuellos de camisas.
Empieza en la calle de Silva y termina en la de San Bernardo. Dice la tradición que en este lugar había una elevada colina, que terminaba en alto pico, al que subieron a mediados del siglo XV los astrónomos para observar el gran cometa que apareció por aquellos años, y al que se le consideró precursor de una gran epidemia de peste que diezmó a la población en 1445. Como la visión del cometa duró un tiempo y eran muchos los curiosos que continuamente subían a verlo desde allí, quedó para la tal elevación el nombre popular de monte de la Estrella. Aplanado el terreno para por allí edificar, una de las primeras casas fue la de Ambrosio de Spínola (el famoso general español de la rendición de Breda, inmortalizado por Velázquez), que luego pasó a su yerno, el marqués de Leganés, Diego Mexía Felípez de Guzmán y Dávila, influyente personaje en la corte de Felipe IV y primo del conde duque de Olivares. Tenía la casa una torre acabada en una gran estrella dorada, que se puso según dice la tradición en recuerdo del nombre antiguo de aquellos terrenos. e invirtió parte de su fortuna en adquirir obras de los más famosos maestros flamencos, italianos y españoles de su época, reuniendo más de 1.300 cuadros. Esta casa-palacio, ampliada por sus sucesores, y cuyos terrenos anejos llegaron a ocupar una gran manzana comprendida entre las actuales calles de la Estrella, Libreros, Flor Alta y San Bernardo, fue quemada durante la Guerra de Sucesión, a la muerte de Carlos II, por los partidarios de Felipe de Anjou, vencedor en la contienda (con él se instauró la Casa de Borbón en España), ya que el entonces III marqués de Leganés, Diego Mexía de Guzmán, fue uno de los principales defensores de la candidatura del archiduque Carlos, y de resultas de ello también fue encarcelado en Pamplona y llevado después a Francia, donde murió en prisión y sin sucesión directa en 1711. Luego, en parte del solar, Don Ventura Osorio de Moscoso y Fernández de Córdoba, XI conde de Altamira y VI marqués de Leganés, encargó en 1772 a Ventura Rodríguez la realización del llamado palacio de Altamira, que permanece, en la calle de la Flor Alta. En la esquina de la calle de la Estrella con la de San Bernardo, con entrada por ésta, estuvo uno de los palacios del duque de Lerma. Allí vivió don Rodrigo de Calderón, marqués de Siete Iglesias y ministro en el gobierno del duque de Lerma, valido de Felipe III. Y de allí salió para ser ejecutado en la Plaza Mayor el 21 de octubre de 1621. Caído en desgracia junto al de Lerma, fue acusado de gravísimos casos de corrupción, incluso de envenenar a la reina Margarita, muerta en circunstancias muy extrañas. Cuentan que don Rodrigo subió al cadalso para ser decapitado con impresionante entereza, mientras la concurrencia se manifestaba con rumores y, sobre todo, con admiración. Esta arrogante actitud y compostura dio origen al dicho "tener más orgullo que don Rodrigo en la horca". El palacio fue residencia de los duques de la Conquista a principios del siglo XX. Y en los años 50, los bajos estaban ocupados por comercios, entre ellos Ayala y Vivanco, un almacén de curtidos y calzados de lujo, y en las plantas superiores había un Centro de Estudios de la Delegación Provincial de Excautivos de FET y de las JONS. CALLE DEL MARQUÉS DE LEGANÉS Va de la calle de Libreros a la de San Bernardo. Su nombre antiguo era calle de la Cueva, que según una antigua leyenda hacía alusión a una mina que por estos parajes había debajo del jardín de una finca de don Alonso Peralta, contador de Felipe II, en la cual una noche empezaron a oírse lúgubres alaridos que se supuso serían de alguna ánima en pena, y por la que se celebraron misas en el entonces cercano y ya desaparecido monasterio de Santa Ana (en la calle de San Bernardo, esquina a Travesía de la Parada), construido a expensas de don Alonso. Poco después, los criados aseguraron haber visto el espectro del comendador de la Orden de Alcántara, don Gonzalo Pico, que también vivía por los alrededores, y a quien dos encapuchados habían asesinado, decían que confabulados con su esposa doña Munia. El caso es que —continua la leyenda— doña Munia murió al poco tiempo, y también se apareció para comunicar que su hija estaba encerrada en la cueva, adonde su tío materno la había llevado en busca de un tesoro que escondió su padre. Entonces vino la gente a creer que habían sido los hermanos de la pérfida esposa los que habían matado al comendador e intentado sonsacar a la inocente niña el paradero del tesoro. Y todos conjeturaron que, al intentar descender a la cueva, la niña quedó sepultada al haber un hundimiento, mientras los dos canallas huían, callando su delito. Reconocido posteriormente el subterráneo, se halló el cadáver de la niña roído por las ratas, que fue llevado a enterrar junto a los restos de su padre. Luego por aquí construyó su casa-palacio Ambrosio de Spínola (el de la rendición de Breda), que pasó después a su yerno, el marqués de Leganés, don Diego Mexía Felípez de Guzmán y Dávila (1590-1655), influyente militar y político en la corte de Felipe IV. Llegó a ser general de los ejércitos en Flandes, Portugal, Alemania y Cataluña; Gobernador de Milán y presidente del Consejo de Flandes, entre otros cargos. Su fama y fortuna se multiplicaron con su casamiento con Polixena Spínola y cuando su primo, el conde duque de Olivares, alcanzó la privanza de Felipe IV. Este auge social le permitió la compra de los derechos señoriales de la entonces aldea de Leganés (que desde ese momento pasó a ser villa), allá por 1626, por unos 20.000 ducados —una verdadera fortuna entonces— y convertirse así en señor de vasallos, requisito imprescindible para poder gozar de un título nobiliario. En éstas, al año siguiente, el rey Felipe IV le otorgó el título de Marqués de Leganés, título con el que alcanzaría la Grandeza de España en 1641. El marqués de Leganés fue además conocido por ser uno de los mayores coleccionistas de arte de su tiempo, con un total de mil trescientas treinta y tres obras de los mejores pintores de su tiempo: Rubens, Van Dyck, Veronés, Tiziano, Velázquez, Ribera, Sánchez Coello, Pantoja de la Cruz o El Greco, entre otros muchos. Esta colección permaneció prácticamente indivisa durante los siglos XVII y XVIII, pasando de manos del tercer marqués de Leganés, muerto en 1711 sin descendencia, a los condes de Altamira, en cuya posesión se mantuvo hasta que fue subastada públicamente en 1833 por ruina económica de esta casa. De esta forma se produjo la dispersión absoluta de la colección ante la indiferencia de un estado español que entonces no alcanzó a comprender el expolio cultural que se estaba produciendo. Hoy sus cuadros identificados (ni de lejos lo están todos) aparecen diseminados por todo el mundo en los más importantes museos y en las mejores colecciones privadas de arte (Prado, Rubenshuis, Palacio de Viana, National Galery of Washington, Cerralbo, Castres, Museum of Fine Arts, Kaiser Friedrich, Royaux des Beaux-Arts de Belgique, Graphische Sammlung Albertina, Paul Getty, Várez-Fisa, Naseiro, marqueses de Ayamonte, Banco Central…) CALLE DE LA FLOR ALTA Va desde la calle de Libreros a la de San Bernardo. Su nombre se debe a que fue abierta en terrenos de la hermosa quinta del caballero García Barrionuevo de Peralta, cuya casa principal se ubicaba donde la actual plaza de los Mostenses. El jardín, conocido como el de las "flores" (altas y bajas) llegaba hasta donde se abrió posteriormente esta calle. La primera casa en construirse fue la del cardenal don Antonio Zapata de Cisneros, quien a su muerte la dejó a los dominicos del convento del Rosario, que se hallaba muy cerca, dando a la calle de San Bernardo. Allí se veneraba la magnífica imagen del Cristo del Perdón, de Manuel Pereira. Después de la desamortización de Mendizábal en 1836, el convento pasó a ser sucesivamente cuartel de Alabarderos, colegio particular y sede del Teatro del Recreo, especializado en el llamado "género chico" en sus famosas representaciones —a real la función— de obras cortas de duración aproximada de una hora. Pero todo esto estaba por donde hoy se abre la Gran Vía, cuya construcción afectó de forma dramática a la calle de la Flor Alta, separada hoy de su continuación natural, la de la Flor Baja. Por allí también se hallaba la casa en que vivió el torero Costillares, y, junto al convento del Rosario, el palacio ducal de Pastrana, que heredaron los jesuitas y donde tenían su Casa Profesa y edificaron la iglesia de San Francisco de Borja. La Compañía de Jesús paralizó la construcción de la Gran Vía, entablando proceso judicial para que se desviara del itinerario proyectado y así pudieran evitar el derribo. Todo acabó cuando el 1 de mayo de 1931, un grupo de personas prendió fuego al conjunto. Esto, sumado a la disolución de la Orden a comienzos del siguiente año por el gobierno de la República, hizo que se archivara el caso y continuasen las obras. En ese solar de los jesuitas hubo antes un convento de religiosas capuchinas que más tarde pasaría a ser de dominicos, y tras la exclaustración, un teatro-concierto y el popular barracón de proyecciones cinematográficas Flor. Pero en la calle de la Flor Alta se encuentra un edificio notabilísimo, la única parte construida del palacio de Altamira, palacio que para toda la manzana encargo en 1772 el XI conde de Altamira, Don Ventura Osorio de Moscoso y Fernández de Córdoba, al arquitecto Ventura Rodríguez: un proyecto gigantesco que habría de ser construido en el solar del antiguo palacio del marqués de Leganés. De haberse realizado en su totalidad, hubiese dotado a Madrid de uno de sus monumentos civiles más espectaculares. Pero las obras solo se llevaron a cabo entre 1773 y 1775, construyéndose sólo el soberbio fragmento que ocupa casi toda la acera derecha de Flor Alta. El edificio ha tenido usos variopintos: salón de baile popular, discoteca en los sótanos por los años setenta del pasado siglo, aparcamiento y diversas dependencias educativas. Aquí estuvo instalado durante la II Republica el Instituto de Enseñanza Media Quevedo y luego la Escuela de Peritos Industriales y otra de Maestría Industrial de Delineantes. Desde 2005, después de años de triste abandono, alberga por cesión concedida por el Ayuntamiento, y completamente restaurado por el arquitecto Gabriel Allende, al Instituto Europeo di Desing (IED), red internacional educativa con Escuelas de Diseño, Moda, Artes Visuales y Comunicación. Frente a este palacio estuvo un caserón en el que se fundó en 1887 el Centro Instructivo Obrero. Posteriormente tuvo diversas aplicaciones, entre ellas la de haber sido un salón de baile muy popular Hoy, toda la acera de la izquierda corresponde a traseras descuidadas y bastante feas de edificios de la Gran Vía.
Va desde la Gran Vía a la calle de la Estrella, y es la antigua calle de Ceres, que sufrió modificaciones al abrirse la ancha avenida, pues antes arrancaba desde la calle de San Bernardo. Según nos ilustra Pedro de Répide en su recurrido libro Las calles de Madrid, mejor que dedicar la calle a Ceres, diosa de la Agricultura, nombre que recibió en 1893, hubiera sido mejor hacerlo a Venus, cuyo culto era tan frecuente en los sórdidos y abundantes lupanares que por aquí se abrían. Pero antes, esta calle recibía el nombre de la Justa, por una mujer que según tradición allí vivía y fue de las primeras en establecerse. En esta calle de la Justa, frente a la de la Flor Alta, residió con su padre —el compositor Espín y Guillén, casado con una sobrina de Isabel Colbrand, la esposa de Rosini— Julia Espín, diva célebre que brillo en los principales teatros de Europa y para la cual escribió Mazzini su ópera Duranda. De Julia se enamoró Gustavo Adolfo Bécquer y le inspiró algunas de sus Rimas. El nombre actual, puesto en 1948, fue iniciativa de Pío Baroja, ya que en ella se habían instalado más de una docena —ahora apenas quedan— de librerías de lance o de segunda mano especializadas en libros de ocasión y de texto, vinculadas algunas de ellas a la animada vida estudiantil de los años veinte del pasado siglo, por su proximidad a la Universidad, establecida entonces en la cercana calle de San Bernardo. La primera fue Doña Pepita. Su propietaria, Josefa Borrás Ballester, había nacido en un pueblo valenciano y en Madrid se dedicó a un negocio entonces inédito: la venta de libros de texto de segunda mano. Abrió la librería primero en la calle de Jacometrezo, pero las obras de la Gran Vía le obligaron a buscar nuevo local en la entonces calle de Ceres (parece ser que una de las primeras algarabías en la recién estrenada arteria se produjo como protesta por no haber la Administración indemnizado a doña Pepita por el antiguo local). Era una mujer muy popular, con una formación poco común entre las mujeres de entonces, puesto que era maestra, radiotelegrafista y profesora de sordomudos, además de tener una profunda memoria para recordar el nombre de los textos y autores que impartían los distintos catedráticos de cualquier Instituto o Universidad española. Prestaba incluso algún dinerillo a los estudiantes que consideraba fiables para que salieran de ciertos apurillos. Murió en 1923 y su semilla hizo crecer nuevas librerías, algunas fundadas por los dependientes y dependientas que ella había tenido. Así nacieron La Casa de la Troya, en el mismo local que tuvo Doña Pepita, Antonio Guzmán, Barbazán, Enrique, La Fortuna, Felipa, Madrid, Salamanca, Alcalá, La Merced... En el comienzo antiguo de la calle, esquina a San Bernardo estuvo una popular librería, hoy desaparecida, la de Melchor García, figura muy popular y estimada en el mundo librero y editorial. Es común ver a estudiantes acercarse hasta estos establecimientos a principio y a final de Curso. Compran libros usados y venden los propios a unos libreros que los tratan mitad con usura, mitad con cariñoso paternalismo. Y además se les puede regatear el precio. Pero “saben latín”, y en ese negocio de comprar barato y vender más caro ninguno se deja engañar. Lo normal es ver colas de gente esperando en sus puertas, pero hoy en día todo está cambiado. Los tiempos que corren son otros, y la consecuencia ha sido desastrosa para este gremio. Apenas cuatro o cinco librerías quedan abiertas al público subsistiendo como buenamente pueden. El descenso de clientes ha sido considerable por culpa de Internet y de las fotocopias, y temen que también tengan que cerrar. Incluso tienen que soportar la competencia desleal de jóvenes que, a la sombra de estas librerías, con sus mochilas al hombro ofrecen a buen precio sus gastados libros para sacar con ello cuatro perras y subsanar sus depauperadas economías. La decadencia de estas librerías ya empezó antes, cuando en 1999 cerró una de las históricas, la famosa y entrañable Felipa, que vendió y recompró libros de texto a muchas generaciones de estudiantes. Hoy, un nieto de aquella librera, Juan José, como ella auténtico amante de los libros y de la literatura, regenta la librería Felipa, ya no en la calle Libreros, sino en la del Pilar de Zaragoza, por detrás de Diego de León. CALLE DE SILVA Desde la plaza de Santo Domingo, a la calle de la Luna, ni siquiera la construcción de la Gran Vía alteró su antiguo recorrido. El nombre de la calle procede del apellido de dos hermanos y nobles caballeros que en ella vivieron en tiempos de Felipe III, don García, destacado diplomático, y don Juan, personaje de gran piedad a quien se debe el encargo al escultor Manuel Pereira de su extraordinario Cristo del Perdón para el convento de dominicos del Rosario. Se hallaba éste en la esquina de la calle de la Flor Baja con la de San Bernardo, en terrenos ocupados hoy por la Gran Vía. La figura de Cristo se representaba arrodillada, puesta sobre un globo terráqueo la pierna izquierda, desnudo el cuerpo, con el rostro muy lastimoso y las manos abiertas mostrando las llagas. Se decía que producía una gran emoción. Cuando el convento desapareció en tiempos de la Desamortización, la imagen fue trasladada a una nueva casa de los dominicos en la calle del Conde de Peñalver y se perdió en un incendio en 1936. En 1564, Sebastián de Villoslada, entonces abad del ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza de San Martín, junto a las Descalzas), fundó en la calle de Silva un hospital para pobres, con la advocación de Nuestra Señora de la Concepción y Buena Dicha, en el que estaban siempre dispuestas doce camas. Para el mejor servicio de la institución se creó una Hermandad de Misericordia de doce sacerdotes —¡uno para cada enfermo!— y sesenta y dos seglares, que tenían allí su iglesia y su cementerio, en el que fueron enterrados muchos de los patriotas muertos en la jornada heroica del 2 de mayo de 1808, y entre ellos Clara del Rey y Manuela Malasaña. Los enterradores de este cementerio vivían en unas casas en la travesía de Trujillos (junto a la ya citada plaza de San Martín), que entonces era denominada calle del Ataúd porque en los corralones de tales viviendas se conservaba un único ataúd, de quita y pon, para el sepelio de los enterrados de limosna. A finales del siglo XIX, tanto el cementerio como el hospital y su iglesia fueron derribados. En su lugar el arquitecto Francisco García Nava, con el patronazgo de los marqueses de Hinojales, construyó entre 1916 y 1917 la actual Iglesia de la Buena Dicha, regida por padres mercedarios, y que ocupa el actual número 25 de la calle de Silva. El exterior destaca por la mezcla de estilos: gótico, mudéjar e incluso nazarí, todo ello imbuido de un espíritu modernista. En el interior, con planta de cruz latina, crucero y capillas laterales, la pequeña nave central, en dos tramos, se cubre con bóveda neomudéjar de nervios. En el retablo mayor, en madera sin policromar, se venera la imagen de Nuestra Señora de la Buena Dicha, copia moderna de la destruida en la Guerra Civil. De especial interés es la gran vidriera a los pies, con la Virgen de la Merced, que da luz al conjunto. Con entrada independiente por una de las torres que flanquean la fachada, se encuentra la capilla de la Virgen de la Misericordia, con un grupo escultórico de la primera mitad del siglo XVII. Otra pequeña fachada en la parte trasera, apenas perceptible en la calle Libreros, está compuesta por tres arcos entrelazados y un mirador superior. En una de las esquinas con la Gran Vía, en el primer tramo de la calle, se encuentra el edificio que Luis Gutiérrez Soto levantó inspirándose en la Casita del Príncipe de Aranjuez. Albergó en los bajos el cine Rex y el lujoso comercio de Modas Gonzalo, todo ya desaparecido. Abundan los locales nocturnos, y entre ellos Chelsea, el más antiguo y mejor cabaret de Madrid, con espectáculo, striptease y chicas de alterne de altísimo nivel. INDICE CALLE DE TUDESCOS Desde la Gran Vía a la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, vio alterado su antiguo recorrido primero con la construcción de la ancha avenida, pues antes arrancaba desde la Plaza de Santo Domingo, y en 1970 con los derribos para abrir la citada plaza dedicada a la santa madrileña. No está clara la causa del nombre de Tudescos a esta calle; algunos autores afirman —tal vez equivocadamente— que se debe a que el colegio de San Jorge o Seminario de Ingleses se abrió en ella, precisamente en la parte desaparecida más allá de la Gran Vía, en una casa esquina a Jacometrezo. Fue fundada esta institución en 1611 por Cesar Bogacio, comerciante italiano afincado en la corte, para que aquí trajesen y educasen en el dogma católico a los jóvenes ingleses que optasen por esa creencia. Se encargaron de regentar las clases religiosos jesuitas que vinieron desde Saint-Omer, en Flandes, por lo que las gentes les apodaron los Tudescos. Pues bien, parece ser, que tal colegio estuvo realmente en la calle del Príncipe, donde ahora se levanta la iglesia de San Ignacio de Loyola, y allí fue donde Lope de Vega, en la tarde del 25 de agosto de 1635, asistiendo a un acto académico se sintió indispuesto y, trasladado a su casa, murió tres días después. Y es así, que últimamente se ha venido conjeturando que el nombre de la calle se deba a que gentes procedentes de la Sajonia inferior (Alemania) —tudescos—, al llegar a Madrid durante el reinado de los Habsburgo, se afincaran en ella. Sea lo que fuere, lo que sí es cierto es que la calle fue siempre famosa en los anales de la picaresca madrileña por sus tabernas, sus casas de huéspedes y de otras no menos hospitalarias para el amor furtivo. En el siglo XVI Madrid ya era esa ciudad tabernaria que todos conocemos, como bien da fe la sabiduría popular del momento:
En una de ellas en la calle de Tudescos servía Ana de Villafranca, la que fue amante de Miguel de Cervantes y madre de su única hija, Isabel. También en otro bodegón de esta calle, el conocido como del Traganiños —nos podemos imaginar su cara—, punto de encuentro de maleantes, borrachos y rameras, había en la trastienda una “escuela de carteristas” y era el lugar donde se reunía la banda de Luis Candelas, que con la discreción debida, disfrutaban de buen vino, buenas cantaoras, buena compañía femenina y escondite en caso de apuro. El mismo Luis Candelas, el llamado "bandido generoso", tuvo su seguro refugio en una casa de la calle de Tudescos, en el número 5, pero con su otra personalidad o doble vida de indiano adinerado y respetado de día, cuyo falso nombre era el de Luis álvarez de Cobos, hacendista en el Perú, como rezaba en sus tarjetas de visita. Allí era atendido por un criado de toda su confianza, Román, y allí disponía de todo lo necesario para transformarse, maquillarse, cambiar de ropa y de cara, porque Candelas era un experto en el transformismo. Cuando de noche, salía a hurtadillas por la puerta trasera, se convertía en truhán y rey de los bajos fondos. Aparte de su pasado prostibulario, también ha sido la calle de Tudescos escenario de algún truculento crimen, como el ocurrido el 13 de julio de 1907. Una mujer, Vicenta Verdier, de 35 años, apareció degollada en el modesto cuarto que habitaba en esta calle, cuyo alquiler pagaba el hombre con el que vivió durante doce años y al que conoció cuando llegó a servir a Madrid desde un pueblo de Zaragoza. Según contaron los periódicos, este hombre desde el momento que heredó de un familiar y se casa con una joven de la buena sociedad madrileña, medio abandonó a Vicenta dejándola sin recursos, situación que ella intentó paliar recibiendo algunas noches a un caballero respetable y casado. Aquella tarde de julio, Vicenta se asomó al balcón de su cuarto y empezó a dar gritos de auxilio. Acudió la gente y forzaron la puerta. El cuadro era dantesco. Vicenta estaba degollada junto a la cama en medio de un charco de sangre. En la cocina, un barreño con agua rojiza indicaba que el asesino se había lavado las manos. Pero no se pudo rastrear quién fue. Una ventana que daba al tejado no era camino para la fuga; habría sido necesario saltar sobre la calle para ganar el tejado de enfrente. La perrita que acompañaba a la víctima no ladró, lo que hizo suponer que el criminal le era familiar. La portera, muy dicharachera según el vecindario, apenas quiso hablar y el respetable caballero que ocasionalmente recibía los favores de Vicenta fue dejado en paz tras ser interrogado y por no comprometer su reputación. Se escribió mucho sobre este crimen, pero la policía nunca consiguió el menor dato, indicio, confidencia o referencia que le permitiese establecer una pista. Fue uno de los pocos asesinatos cometidos en Madrid que ha quedado impune.
Al construirse la Gran Vía, el arquitecto Manuel Muñoz Casayús, proyectó en 1931 un moderno edificio en la esquina con la calle de Tudescos para el Hotel Nueva York; en cuyos bajos nacería un año después, el Cine Actualidades, con un aforo de 308 localidades en su único patio de butacas, y en sesión continua desde las 11 de la mañana hasta la 1,30 de la madrugada. En 1944 se reformó y pasó a formar parte de las salas de estreno, y a comienzos de los 60 del pasado siglo el edificio fue vendido a una empresa bancaria que lo demolió, construyendo en su solar una nueva edificación llevada a cabo por el arquitecto José Manuel Fernández Plaza, que han hecho bien en derribar para edificar de nuevo uno de Rafael de la Hoz. En la otra esquina de la Gran Vía se alza la gran mole del Palacio de la Prensa, cuya fachada lateral domina casi en su totalidad la hoy reducida calle de Tudescos. Fue construido en ladrillo visto muy cocido por Pedro Muguruza Otaño, para sede social de la Asociación de la Prensa de Madrid, y diseñado como un edificio multifuncional de tipo norteamericano, ya que además de la sede administrativa de la Asociación, albergaba un café concierto, viviendas de alquiler y oficinas, y el cine, que ha sufrido varias reformas. Allí estuvo también la mítica discoteca J J. Semi esquina a la calle de Miguel Moya desapareció el Horno de Tudescos una apreciada pastelería y repostería. Donde ahora se abre la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta había un palacio, el de Sastago, con fachada principal a la calle de la Luna y laterales por las de Tudescos y Silva. En él se fundó en 1782 el Banco de San Carlos, precursor del actual Banco de España. En ese mismo local se abrió en 1825 un teatrito pequeño, que en 1832 se le dio mayor amplitud para abrir otro teatro, el Buenavista, donde se reponían las obras clásicas estrenadas en el Teatro Español por compañías de tercera o cuarta categoría a precios muy reducidos. Luego estuvo uno de los cafés más famosos de Madrid, el de la Luna. Y en 1909, los Almacenes Eleuterio de tejidos y ropa de confección, que tuvieron otro local en la calle de Fuencarral.
La plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, más conocida como plaza de la Luna es muy peculiar, pues no tiene edificaciones, salvo en su frente sur. Las que aparentemente así parecen, pertenecen a las calles que la rodean. Se formo en 1979 por derribos de todo un conjunto de casas entre las calles de la Luna, Silva, Tudescos y Concepción Arenal. Con fachada principal a la calle de la Luna y lateral por Tudescos, en terrenos de la actual plaza, se encontraba el enorme palacio que edificara don Francisco de Tejada y Mendoza, oidor del Consejo Real de Indias y Caballero de la Orden de Santiago. Tenía una característica torre rematada por un chapitel austríaco. Luego fue heredado por los condes de Sástago y finalmente por el marqués de Monistrol. En él se fundó el Banco de San Carlos en 1782, precursor del actual Banco de España. En ese mismo local se abrió en 1825 un teatrito pequeño, que en 1832 se le dio mayor amplitud para abrir otro teatro, el Buenavista, donde se reponían las obras clásicas estrenadas en el Teatro Español por compañías de tercera o cuarta categoría a precios muy reducidos. Luego estuvo uno de los cafés más famosos de Madrid, el de la Luna. Y en 1909, los Almacenes Eleuterio de tejidos y ropa de confección (“De la Ceca a la Meca”, pues tenían otro local abierto en la calle de Fuencarral; éste de la calle de la Luna era el de la Ceca). También estuvo allí una conocida sede del sindicato anarquista CNT durante la Guerra Civil. Santa María Soledad Torres Acosta fue la fundadora de las hermanas Siervas de María, Ministras de los Enfermos, cuya casa madre se encuentra en la plaza de Chamberí. Nació en 1826 en Madrid, en la calle de la Flor Baja, y murió en 1887. Fue beatificada por Pío XII en 1950 y Pablo VI la proclamó santa el 25 de Enero de 1970. La novedad de esta comunidad de religiosas es que asisten a domicilio y totalmente gratis a los enfermos que lo solicitan. Son las monjas de la noche, que cuando la tarde declina y falta poco menos de una hora para que comience el crepúsculo, salen del convento y se desparraman hacia los distintos lugares de la villa. Toda la noche la pasarán aliviando a los que la enfermedad tiene postrados en un lecho, sobre todo a los que no tienen una mano que les atienda. Pretendió la plaza en su día ser feliz usurpadora de trozos negros de la calle de la Luna y aledaños, refugio del puterío, de borrachos y maleantes, pero desde el principio llevó tatuada a fuego la leyenda negra de ser como un patio trasero y conflictivo de la Gran Vía. Algo se ha pretendido mejorar con las sucesivas reformas; la última con demasiado cemento (como ya viene siendo habitual en Madrid) y un acusado y peligroso desnivel. En fin, un horno de piedra poco apetecible para las relaciones humanas más allá de las ferias y mercadillos que cada dos por tres la ocupan. Y un simple intento de esconder la basura debajo de la alfombra, pues la marginalidad sigue y poco se ha hecho, pese a las protestas de los vecinos, por erradicar el abundante mercadeo del amor errante y de la droga. El fondo sur de la alargada plaza, de nulo interés, lo constituye un gran edificio comercial y moderno con locales comerciales en un amplio corredor porticado. El norte, en cambio, prestado por la calle de la Luna, presenta, junto al arranque de la calle del Desengaño, la tradicional estampa de la Iglesia de San Martín, barroca, de la segunda mitad del siglo XVII, con portada atribuida a Churriguera, hoy restaurada y abierta como Templo Eucarístico para la exposición y adoración permanente del Santísimo Sacramento. De historia más reciente son los cines Luna en un edificio verdadero desatino urbanístico. Se inauguraron en 1980 proyectando Sangre sabia y El cuchillo en la cabeza, títulos hoy casi tan olvidados como los tiempos en los que las salas eran lugar de peregrinación para los amantes de la versión original en Madrid. Fueron los precursores en eso de las salas múltiples. Hoy se abre allí un complejo de ocio que incluye un teatro restaurante, zona comercial, hotel, gimnasio y terraza con piscina. En ese mismo frente norte de la plaza, que se mantiene con su típica arquitectura madrileña, aún abre sus puertas la vieja farmacia Cardona, milagrosamente en pie entre la masacre de tantos locales tradicionales desaparecidos en el barrio. No ocurre lo mismo con la preciosa tienda de Chocolates El Indio, en la esquina con la calle de San Roque, que sucumbió en 1994 después de estar en activo casi 150 años. Tras ser minuciosamente desmotada, hoy se puede ver en el Museo Nacional de Antropología.
Cortísima calle que va desde la Gran Vía a la de Tudescos. Antiguamente era la calle de Hita, y antes de trazarse la ancha avenida empezaba en la de Jacometrezo. Su nombre antiguo se debe a que aquí tuvo una quinta Juan de Hita Buitrago, jefe de la Santa Hermandad de Madrid en tiempos de los Reyes Católicos. Ahora está dedicada al gran periodista don Miguel Moya como no podía ser menos, ya que el lado izquierdo de la calle está constituido en su totalidad por un lateral del edificio del Palacio de la Prensa. Nació en Madrid en 1856 y tuvo notable influencia en la vida política española a través de los diarios El Liberal, El Imparcial y Heraldo de Madrid. Fue el fundador y primer presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid y gozó de gran prestigio profesional. También fue diputado republicano. Murió en San Sebastián en 1920. El Palacio de la Prensa fue construido en ladrillo visto muy cocido por Pedro Muguruza Otaño, para sede social de la Asociación de la Prensa de Madrid. La primera piedra fue colocada por el rey Alfonso XIII el día 11 de julio de 1925. Fue diseñado como un edificio multifuncional de tipo norteamericano, ya que además de la sede administrativa de la Asociación, albergaba un café concierto, viviendas de alquiler y oficinas, y el cine, que ha sufrido varias reformas. Allí estuvo también la mítica discoteca J J. En la otra esquina con la gran Vía desapareció la cafetería Fuyma, con una decoración antigua que se mantuvo hasta los últimos días.
Pequeña calle que va desde la Gran Vía a la calle del Desengaño. Anteriormente era la de Horno de la Mata, que antes de ser trazada la Gran Vía unía la de Jacometrezo con la de la Luna. Aquel nombre, que ahora ha quedado sólo para la travesía que arranca en Concepción Arenal y desemboca en Mesonero Romanos, se debía a un antiguo horno de pan, dependiente del ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza de San Martín, junto a las Descalzas), que llegó a tener gran fama porque abastecía a gran parte de la villa. Su dueño se llamaba Juan Mateo de la Mata. Era la calle antigua de pintoresco perfil: librerías de lance, figones, mancebías, prostitutas en las esquinas, bohemia... En el nº 7 estuvo instalada la Sociedad de Fomento de las Artes, en el 9 vivió la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda y en el 19 tuvo en 1854 la primera redacción el popular semanario satírico El Padre Cobos, que se publicó durante el bienio progresista (1854-1856 y que era famoso por sus críticas punzantes y explícitas, muy atrevidas para su tiempo. Incluso ha quedado un dicho popular: "La indirectas del Padre Cobos". Se refiere evidentemente al semanario, y es una forma de manifestarse tajante y sin rodeos de algo que se supone debía expresarse con más tacto. Ahora la calle, con menor trazado, está dedicada a Concepción Arenal, la gran escritora y pensadora española nacida en El Ferrol en 1820. Su sentido romántico de la justicia la llevó a profundos estudios sobre la situación social de su tiempo y sobre el régimen penitencial español, del que logró una gran reforma de acuerdo con su frase, gravada en piedra a la entrada de las nuevas prisiones modelo: "Odia el delito y compadece al delincuente". Fue redactora del periódico progresista La Iberia, fundó el diario La Voz de la Caridad, y, entre sus obras más importantes, tuvieron fama El visitador del pobre, El visitador del preso, La mujer del porvenir o Cartas a un obrero. En 1970, cuando se hicieron los derribos para formar la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta (la popular plaza de la Luna), la calle de Concepción Arenal perdió en su final parte de las casas del lado izquierdo, y son las del derecho quienes flanquean de prestado el lateral oriental de la plaza. Allí se encontraba en tiempos la antigua y acreditadísima librería de Antonio Rico, que luego paso a ser de Fuentetaja, también desaparecida. Si permanece Casa Reyna, tienda de modelismo abierta desde 1930, y la cervecería El Águila, que durante un tiempo —y fue la primera en Madrid— adaptó entre nosotros el sistema de los bares de San Sebastián y Bilbao, con autoservicio de pintxos directamente de las bandejas expuestas en el mostrador, eso sí, con control exhaustivo de las consumiciones por los palillos que había que dejar en un plato. Luego, lo clásico: algunas pensiones, varios locales de alterne... y busconas en las aceras. Pero lo que más destaca de la calle de Concepción Arenal, al entrar por la gran Vía, es el contraste entre la imagen moderna de la gran avenida que dejamos y la panorámica antigua, barroca y churrigueresca al fondo de la iglesia de San Martín, en la confluencia entre las calles de la Luna y del Desengaño. Es la antigua de Portacoeli (orden de clérigos menores ya desaparecida); luego parroquia de San Martín, que acogió esta titularidad tras ser derribada en 1810, en tiempos de José Bonaparte, la antigua anexa al monasterio de San Martín, en la plaza de ese mismo nombre. Hoy está abierta como Templo Eucarístico para la exposición y adoración permanente del Santísimo Sacramento.
Entre las calles de Concepción Arenal y De Mesonero Romanos, se abre esta estrecha y pequeña travesía que toma el nombre de la antigua calle de Horno de la Mata, la actual de Concepción Arenal. Y ese nombre se debía a que por aquí hubo un horno de pan, dependiente del ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza de San Martín, junto a las Descalzas), que llegó a tener gran fama porque abastecía a gran parte de la villa. Su dueño se llamaba Juan Mateo de la Mata. Pese a las reformas acometidas en toda la zona, aquí incluso con la desaparición del tráfico rodado, la peatonalización más bien parece que supone un peligro añadido a los viandantes, que se piensan mucho en atravesarla o no, y casi siempre optan por otro camino, pues ambiente tan solitario y la mala catadura de los que por allí andan recostados por las paredes o pululando alrededor de las putas callejeras no lo aconsejan, sobre todo a horas avanzadas. Funcionan en la calle barios bares restaurantes y un complejo de apartamentos, que pese a su normal ajetreo, no consiguen espantar esa sensación de "cruzar el desierto" al que por allí deambula.
Sube desde la calle del Carmen hasta la del Desengaño, después de cruzar la Gran Vía. Antes era la calle del Olivo, y en algún momento estuvo dividida en Alta y Baja. Este nombre antiguo se debía a que fue trazada sobre un olivar que pertenecía al ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza de San Martín, junto a las Descalzas), y un olivo, como recuerdo de aquel, se conservó durante mucho tiempo en el centro de la calle. Desde finales del siglo XIX lleva el nombre del escritor madrileño y Cronista Oficial de la Villa Ramón de Mesonero Romanos, que en esta calle nació en 1803. Pocos autores han sabido captar en su obra la esencia del Madrid castizo como Mesonero Romanos. Sus textos son imprescindibles para conocer las calles, costumbres y gentes del Madrid decimonónico y romántico. Inició sus primeros pasos en 1821 con la publicación de una serie de artículos titulados Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid, en los que recoge los usos y costumbres de la capital durante los meses del año. En 1836 empezó a editar su propio periódico, el Semanario Pintoresco Español, en el que firmaba sus escritos bajo el seudónimo de "El curioso parlante". El obsesivo interés de Mesonero por su ciudad natal dio como consecuencia dos obras básicas para el conocimiento histórico y urbanístico de la capital: Manual de Madrid (1831), una guía sin igual de la que realizó cuatro ediciones, y El antiguo Madrid (1861), donde reconstruye el Madrid del S. XVII a partir del Plano Teixeira y la Planimetría de Carlos III. Mesonero reflejó la moralidad matritense en otros dos libros publicados en la prensa, Panorama matritense (1835) y el más clarificador Escenas matritentes (1842). En 1880 hizo una revisión de sus experiencias vividas al publicar Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid, obra a través de la cual recorre los cuadros que ha vivido durante el período de las monarquías de Fernando VII y de su hija Isabel II. Como concejal del Ayuntamiento, sus preocupaciones urbanísticas provocaron algunas de las más importantes mejoras modernizadoras de la ciudad. Su Proyecto de mejoras generales, leído en la sesión de la Corporación municipal el día 23 de mayo de 1846, supuso una auténtica remodelación del Madrid de la época. Años más tarde redactó nuevas Ordenanzas municipales, que rigieron largo tiempo. Contribuyó a la fundación del Ateneo en 1835 y de la Caja de Ahorro en 1838. Ese mismo año fue nombrado Académico de la Lengua Española. Murió en Madrid en 1882.
El también imprescindible y Cronista de la Villa Pedro de Répide, nos dice en sus Calles de Madrid que en esta de Mesoneros Romanos había hasta cinco librerías de lance, y abundaban las casas de comida baratas y los hostales y pensiones de todo pelaje y condición. Y que aquí también estuvo la redacción de El Imparcial, diario matutino de ideología liberal fundado por Eduardo Gasset y Artime en 1867 y desaparecido en 1933. Fue el de mayor difusión e influencia durante la Regencia de María Cristina. Su suplemento literario, Los Lunes del Imparcial, fue el más importante en lengua española durante décadas, donde escribieron desde sus inicios los que poco más tarde serían bautizados como Generación del 98: Unamuno, Maeztu, Azorín, Baroja... Ahora, tan cercana a la Gran Vía y a las calles de Carmen y Preciados, goza y participa en el gran ambiente comercial de la zona con boutiques, tiendas de grandes marcas de ropa, hoteles, restaurantes y bares, algunos con concurridas terrazas, como la situada en el ensanche (casi plazoleta) con la calle de la Abada o la de la cafetería Villa Verín, en el tramo final, peatonalizado, cercano a la calle del Desengaño, principio de lo que pudiera venir a ser el "barrio chino" madrileño. También locales tradicionales, como Casa de Diego, fábrica de paraguas, abanicos, bastones, sombrillas y mantones. O nocturnos como Torres Bermejas, mítico tablao flamenco donde se iniciaron entre otros Camarón o la Paquera de Jerez. Otros sucumbieron, como la famosa discoteca Flamingo Club, en cuyo escenario pasaron por los años 80 grupos como Nacha Pop, Radio Futura o Alaska y los Pegamoides. O la cafetería Zahara, en la esquina con la Gran Vía, desaparecida casi a traición en 1910 después de más de 50 años de existencia. Allí se desayunaban churros, se tomaba la cerveza con tapa del mediodía, un plato combinado para una comida rápida o un tranquilo café a media tarde. Algo que ya no podrá repetirse. Su fachada no daba idea del tamaño de su interior, donde siempre era posible encontrar mesa, dada su amplitud. En el último tramo de la calle, tras la Gran Vía, en la acera de los pares se levanta el edificio de la Sociedad Española de Radiodifusión, la SER. Fue construido en 1924 por José López Sallaberry y Teodoro Anasagasti para los grandes almacenes Madrid-París, los primeros que hubo en Madrid. Pero a pesar de alquilar una de las plantas a Unión Radio (origen de la cadena SER, que daban unos ingresos añadidos, el resultado económico no fue satisfactorio y los almacenes dieron en quiebra en 1934. Ese mismo año, tras importantes reformas, con el añadido de mas pisos, se instalaron allí, en la primera planta y sótano, los míticos Almacenes Populares SEPU (Sociedad Española de Precios Únicos) y, en 1935, el cine Madrid-Paris, luego Cine imperial, ambos ya desaparecidos. Ahora, además de los estudios radiofónicos, en el edificio están instalados varios comercios de grandes marcas de ropa y, tras una gran reforma de su espacio interior, los almacenes, Primark, que ocupan cinco plantas, y que además de la entrada principal por la Gran Vía también tienen acceso por esta calle de Mesonero Romanos.
En tiempos esta calle iba desde la de la Luna a la de Fuencarral, pero la construcción de la Telefónica taponó su final y ahora sólo llega a la de Valverde. Ya tenía este nombre a mediados del siglo XVII, y le viene de una espeluznante leyenda en la que sufrió en su orgullo donjuanesco el famoso Jacobo de Gratis, el "Caballero de Gracia" del arrepentimiento después de una vida de crápula, fundador del Oratorio que hoy lleva su nombre. Cuando por aquí se disponía a batirse en duelo con otro caballero, un tal Vespasiano de Gonzaga, al parecer por el amor a una dama, al desenvainar las espadas cruzó entre ellos una vaga y fantasmal sombra de mujer que les pareció joven y hermosa. Olvidados de su rencilla, se sintieron arrastrados por ella, y, al tratar de abordarla con espíritu libidinoso, comprobaron con terror que era una descarnada muerta. La exclamación de los caballeros fue: "¡Qué desengaño!" En el límite entre el principio de la calle del Desengaño y el final de la de Luna se encuentra la iglesia de San Martín, barroca, de la segunda mitad del siglo XVII, con portada atribuida a Churriguera, hoy restaurada y abierta como Templo Eucarístico para la exposición y adoración permanente del Santísimo Sacramento. Es la antigua de Portacoeli (orden de clérigos menores ya desaparecida) y luego parroquia de San Martín. En la esquina de la calle del Desengaño, con vuelta a la de Valverde y a la del Barco, estuvo el convento de San Basilio, de padres basilios, que había sido fundado en 1608 junto al arroyo del Abroñigal y que aquí fue casi inmediatamente trasladado en 1611. Tras su clausura en 1833 se destinó a cuartel de Artillería de la Milicia Nacional y en la iglesia se situó la Bolsa de Comercio. Finalmente fue derribado en 1850 para la construcción del Teatro de los Basilios, que prestó durante algún tiempo también nombre a la calle. En él se hizo el estreno de Don Juan Tenorio un día de Todos los Santos, iniciándose así la costumbre de la reposición anual por esas fechas del drama de José Zorrilla. Hacia 1853 el teatro pasó a llamarse de Lope de Vega. Duró muy poco, pues en 1864 fue abatido y por su solar se abrió la calle dedicada a Muñoz Torrero. En esta calle vivió José Martí, el héroe nacional cubano, en su juventud —una placa así la atestigua en el número 10—, al que mandaron a España para acabar sus estudios tras unos sucesos de insurgencia en Cuba que pudieran haber dado con él en una cantera de trabajos forzados. Aquí se instaló en 1871 en una casa de huéspedes, para estudiar derecho en la Universidad Central de la calle de San Bernardo, y aquí escribió El presidio político de Cuba. También Francisco de Goya merodeó por la calle del Desengaño, pues quizá fascinado por el ambiente o el mismo nombre de la calle, la eligió para poner a la venta sus populares grabados satíricos conocidos como Caprichos, concretamente en una perfumería. Y en la calle del Desengaño sufrió un atentado el general Narváez la noche del 6 de noviembre de 1843, del que salió ileso. Murió uno de sus ayudantes, el comandante Baseti, y resultó herido otro acompañante. Esquina a la calle de Concepción Arenal se encontraba la antigua y acreditadísima librería de Antonio Rico, que luego paso a ser de Fuentetaja, también desaparecida. Y en el número 15 (antiguo) antes de ser amputado su primer tramo (empezaba en la calle de Fuencarral) por la construcción del edificio de la Telefónica, el Café del Desengaño, que ya existía en 1836. Sí se mantienen dos locales señeros, casi de "culto". Uno de ellos es Casa Manuel Riesgo, en el número 22, establecimiento fundado en 1866 como herboristería, y que en 1926 pasó a comercializar productos químicos para la industria y las bellas artes. La tienda se mantiene con el mismo aspecto y decoración que en el día de su inauguración, con los frentes y paredes laterales cubiertos de innumerables cajones, con placas de porcelana que indican el nombre de los distintos productos. El otro, Model Reyna, al lado del anterior, fundado en 1938 y especializado en modelismo, maquetas, trenes eléctricos... Hay en la calle varios sex shop, acordes al comercio "de la carne" que da carta de identidad a la zona, ya que estamos en pleno "barrio chino" madrileño. Y tiendas de modas, pues una conocida asociación —Triball—, persigue la revitalización de todo este entorno a la manera de la calle de Fuencarral. Es habitual referirse a estas calles de la zona como "la trasera de la Gran Vía", y el último tramo de Desengaño es fiel ejemplo: la del edificio de la SER, que además de las instalaciones de la cadena radiofónica en las últimas plantas, tiene las salidas de urgencia de los comercios de grandes marcas de ropa y de unos grandes almacenes en altura abiertos a la gran avenida; también la parte de atrás de varios hoteles,…y al final el lateral del edificio de la Telefónica ya en Valverde. El edificio de la SER, con fachada principal por el número 32 de la Gran Vía, fue construido en 1924 por José López Sallaberry y Teodoro Anasagasti para los grandes almacenes Madrid-París, los primeros que hubo en Madrid. Pero a pesar de alquilar una de las plantas a Unión Radio (origen de la cadena SER) que daban unos ingresos añadidos, el resultado económico no fue satisfactorio y los almacenes dieron en quiebra en 1934. Ese mismo año, tras importantes reformas, con el añadido de mas pisos, se instalaron allí, en la primera planta y sótano, los míticos Almacenes Populares SEPU (Sociedad Española de Precios Únicos) y, en 1935, el cine Madrid-Paris, luego Cine imperial, ya desaparecido. SEPU, el paraíso de las gangas de la Gran Vía (también tenía puerta por Desengaño), que paradojas de la vida igualmente se vio abocado al cierre en 2002 después de casi 70 años en activo, no fue siempre un almacén modesto: la primera escalera mecánica de la capital se instaló en su sede. Y lideró en su momento un revolucionario sistema de ventas al detalle en el que ordenaba los productos por su precio. Los artículos costaban una, dos, tres, cuatro o cinco pesetas. También ensayaron técnicas publicitarias aún vigentes en la actualidad. Aquel eslogan de "Quien calcula compra en SEPU" supieron grabarlo en el cerebro de tres generaciones. Se cuenta que a los pocos días de ser inaugurado, un grupo de falangistas entró en el establecimiento y boicoteó las ventas para "defender a los pequeños comercios frente al sistema de los grandes almacenes". Años después, cuando la Gran Vía llevaba el nombre de José Antonio, la coña popular devolvió el golpe haciendo un chiste: "¿En qué se parece SEPU y la Falange?", preguntaban. "En que entras por José Antonio y sales por Desengaño". La estética kitsch de la movida madrileña no escapó a sus encantos. Pedro Almodóvar reconoció que el vestuario de su ópera prima Pepi, Luci Bom y otras chicas del montón estuvo inspirado en el inconfundible estilo SEPU. También Maquinavaja, el entrañable ladrón creado por el dibujante Ivá, aludía en una ocasión al almacén con la frase: "Es que lo que no se encuentre en SEPU..." (en referencia a una corbata cutre de leopardo que lucía con orgullo). Es verdad que la ropa que vendían no era de marcas muy conocidas y que tampoco solían estar a la última en moda y diseño, pero, en cambio, era un comercio ideal para adquirir cómodamente y a buen precio pequeños artículos domésticos de uso cotidiano. Lo último ha sido, tras una profunda reforma de su espacio interior, en la que se ha intentado recuperar la estructura primitiva, la instalación en 5 de sus plantas de la cadena finlandesa Primark, también de ropa barata. Su inauguración en octubre de 2015 ha sido un revulsivo para la Gran Vía y calles adyacentes. La calle del Desengaño es hoy campo de batalla de las prostitutas, algunas con solera, de sus chulos y de algún que otro traficante de droga, que conviven sin disimulo con los vecinos octogenarios y con los paseantes, que asisten incrédulos al gratuito espectáculo callejero. Es curioso cómo las trabajadoras del amor charlan entre sí con la familiaridad de quienes llevan acudiendo mucho tiempo a su puesto de trabajo. Algunas saludan a hombres de avanzada edad que merodean la zona, otras sonríen a los caminantes. A cualquier hora del día y de la noche se encuentran, especialmente en el ensanchamiento de la calle entre Ballesta y Mesonero Romanos. INDICE CALLE DE LORETO PRADO Y ENRIQUE CHICOTE Va desde las calles de la Ballesta a la Corredera Baja de San Pablo, y está dedicada a este popular matrimonio de actores cómicos y melodramáticos madrileños que trabajaron entre 1885 y 1936 y que tantas deliciosas horas proporcionaron. Antes era la travesía de la Ballesta Loreto Prado tiene una estatua en la plaza de Chamberí, obra de Mariano Benlliure e inaugurada en 1944. Enrique Chicote era hijo de Juan Chicote y González, subdirector del Jardín Botánico y farmacéutico de prestigio en la centenaria farmacia de la calle de San Bernardo, número 39, rotulada hoy como del licenciado Deleuze. Un hermano del actor fue el famoso doctor César Chicote de Riego, director del Laboratorio Municipal de Madrid y miembro de la Real Academia de Medicina, que también regentó la citada farmacia de la calle de San Bernardo. Fue fundada ésta en 1834 por Bartolomé de Riego, primo del glorioso general Riego y suegro de Juan Chicote. Y precisamente en la farmacia fue donde se conocieron la pareja de actores. La calle de Loreto y Chicote adquirió notoriedad política cuando la revolución de junio-julio de 1854 (Vicalvarada). Al fracasar ésta en un primer momento, su inspirador, el general don Leopoldo O´Donnell, en coche cerrado llegó hasta el nº 3 y en su segundo piso estuvo oculto hasta que el 28 de julio Espartero es nombrado Presidente del Consejo de Ministros y él ocupa la cartera de Guerra. Poco hay que destacar en esta pequeña calle dedicada a los actores madrileños. Actualmente se encuentra inmersa en esa lucha que patrocina la asociación de comerciantes Triball (Triángulo Ballesta, delimitado por las calles Gran Vía, Fuencarral y Corredera Baja de San Pablo) para transformar esta zona de antiguos burdeles en barrio "cool", de moda, una especie de Soho londinense, Tribeca neoyorquino o el Barrio Latino o Montmartre de París. Desapareció Salero, la más auténtica de las cavernas rocanroleras de este país, después de haber sido un tablao flamenco, en donde, según cuentan, hizo pinitos el guitarrista Paco de Lucía.
Une la calle de Loreto y Chicote con la de la Puebla. El nombre le viene porque aquí tuvo unos inmuebles el que fue escribano mayor de la villa don Diego de la Nao a finales del siglo XVI. Se cuenta de este don Diego que era tutor de una bella doncella a la que cortejaban y rivalizaban en conquistar Jacobo de Gratis (el "Caballero de Gracia" de vida de crápula, luego arrepentido y fundador del Oratorio que lleva su nombre) y el no menos donjuán príncipe italiano Vespasiano de Gonzaga, figuras ambas relacionadas con la leyenda de la calle del Desengaño, en donde entablaron duelo a espada para decidir entre ellos quién era el candidato para acceder a los favores de la dama. Pero sucedió que pasó por allí una vaga y fantasmal sombra de mujer que les pareció joven y hermosa. Olvidados de su rencilla, se sintieron arrastrados por ella, y, al tratar de abordarla con espíritu libidinoso, comprobaron con terror que era una descarnada muerta. La exclamación de los caballeros fue: "¡Qué desengaño!" En esta calle de La Nao estuvo en 1872 la redacción de un periódico carlista, que fue asaltada y destrozada por la tristemente célebre Partida de la Porra, grupo ultra dirigido por el empresario teatral Felipe Ducazcal en connivencia con la policía, que ejercía contundentemente batidas de represión (¡jarabe de palo!, en plan castizo) contra partidarios del carlismo o de tendencia republicana. No contentos con ello, los energúmenos persiguieron al director de la publicación, que había conseguido huir en un carruaje, y le dieron muerte junto a la Corredera. Y poco más se puede decir de esta minúscula y solitaria calle, donde no hay ninguna actividad comercial.
Nace en la calle del Desengaño y termina en la Corredera Baja de San Pablo. El nombre procede de una tradición bastante ingenua. Al parecer, un cazador instaló en un corralón situado por estos parajes un tiro de ballesta para cuantos quisieran ejercerse en tal arma con animales de verdad. Un jabalí de los que se cazaban con facilidad en el monte de El Pardo resultó medio herido, y en su furor dio muerte a un joven de los que allí participaban, por lo que la autoridad prohibió el espectáculo, pero la calle que por aquí después se abrió, se quedó con el nombre de la Ballesta. En el número 7 de esta calle vivió el calígrafo Vicente F. Valliciergo autor de varios métodos de caligrafía y, sobre todo, en 1887, del primer método de letra redondilla para uso de colegios y academias; en el 13, Rosalía de Castro, la gran poetisa y novelista gallega, y en el 30, un bello palacete hoy sustituido por un anodino edificio, murió en 1882 el general Serrano Bedoya, que era ministro de la Guerra cuando Martínez Campos se sublevó y proclamo en Sagunto al rey Alfonso XII. Ese palacete fue luego sede de una de las pioneras empresas dedicadas a las artes gráficas en España, Hauser y Menet, fundada por los suizos Óscar Hauser Mueller y Adolfo Menet Kursteiner. Sus imágenes y postales de España por el sistema de fototipia son hoy un preciado tesoro para los coleccionistas. De siempre fue la calle lugar de lupanares, casas de citas o mancebías, luego modernizadas como night-clubs, bares de alterne o barras americanas, que de todo se decía por no decir crudamente casas de putas, aunque los más castizos los llamaban puti-clubs. Uno de los motivos que impulsaron la apertura de la Gran Vía fue el de sanear esta zona de callejones lóbregos, donde toda inmoralidad tenía su asiento según los moralistas de la época. Se consiguió casi lo contrario, pues el negocio noctámbulo y venéreo rebrotó con más fuerza en las inmediaciones, precisamente por su proximidad con la nueva, anchurosa y lujosa arteria. Hoy, la calle de la Ballesta, que fue la más representativa de lo que podríamos llamar "barrio chino" madrileño (lo de chino va en la actualidad por otros derroteros, pues se han adueñado de todas las tiendas de comestibles), encabeza, a través de la asociación de comerciantes Triball (Triángulo Ballesta, delimitado por las calles Gran Vía, Fuencarral y Corredera Baja de San Pablo) el movimiento para transformar esta zona de antiguos burdeles en barrio "fashion", "cool", de moda, una especie de Soho londinense, Tribeca neoyorquino o el Barrio Latino o Montmartre de París. El primer paso lo dio una tienda de moda juvenil, Kling, en el numero 6. Luego han seguido más. Y es así como han ido poco a poco cayendo los decrépitos tugurios de la calle, patéticos vestigios de lo que en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo fuera principal foco cutre de la jarana nocturna y de la prostitución urbana. En sus tiempos de mayor auge, hasta doce rótulos luminosos brillaban como reclamo chabacano de estos locales de mercadeo prostibulario, que se consumaba en una red de hospitalarias pensiones baratas por la zona. Los porteros (algunos uniformados, que parecían generales) invitaban a los transeúntes a entrar en sus establecimientos: "Son 250 pesetas la entrada, con derecho a consumición y a negociar con las chicas". éstas tenían un porcentaje sobre las copas y ejecutaban una coyunda de 15 minutos por unas 2.000 pesetas, más otros 100 duros por la cama en pensiones infectas de los alrededores, auténticos prostíbulos desde la portería al tejado. No obstante, sigue siendo campo de batalla de las prostitutas, algunas con solera, que saludan a hombres de avanzada edad que merodean por la zona o se ofrecen sonriendo y con descaro a los paseantes. Un silbido, un suave susurro… "Suuuhh… ¡Ehh!.., hola…", lo justo para llamar la atención de un posible cliente. A cualquier hora del día y de la noche se encuentran, especialmente en el ensanchamiento que la calle del Desengaño tiene con el arranque de Ballesta. Ahora son menos, pues hubo tiempos en los que había casi 400 putas más o menos controladas por la zona. En la manzana situada entre la Corredera y las calles de la Puebla y de la Ballesta, se encuentra la Santa, Pontificia y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid, fundada en 1615 y aquí trasladada en 1702 para la custodia y administración el Real Hospital e Iglesia de San Antonio de los Alemanes. Protegido por la Hermandad del Refugio, y para recoger niñas huérfanas y desvalidas, se fundó en 1651 el colegio de la Purísima Concepción, instalado al principio en la calle del Marqués de Santa Ana. En la actualidad, este antiguo centro de enseñanza, dirigido pedagógicamente por la Compañía de Santa Teresa de Jesús desde 1889, y que tiene su entrada por la calle de la Puebla y lateral por Ballesta, acoge con carácter normal y abierto a niños y niñas del barrio e imparte Enseñanza Primaria y Secundaria. Hay que destacar también dos restaurantes castizos y afamados de la calle: Casa Perico, en el nº 18, de comida de las de siempre y especialmente de cuchara, y La Tasquita de Enfrente, renovada por el hijo del antiguo dueño con un toque de modernidad. CALLE DE LA PUEBLA Une la calle de Valverde con la Corredera Baja de San Pablo. Estos terrenos eran un erial cercano al camino de Fuencarral y propiedad de don Juan de la Victoria de Bracamonte, que en 1542 utilizó para construir su propia casa y para labrar otras al lado. Todo ello dio origen a una Puebla de la que tomó el nombre la calle. En la esquina con Valverde y con vuelta a la del Barco se levanta el enorme convento de Nuestra Señora de la Concepción, de religiosas mercedarias descalzas, más conocido por el de Don Juan de Alarcón, ya que fue fundado en 1609 por el sacerdote don Juan Pacheco de Alarcón, quien fue albacea de doña María de Miranda, viuda de Juan Arista de Zúñiga, señor de Montalvo. En 1656 se terminó la iglesia, buen ejemplo de arquitectura barroca madrileña del siglo XVII. La fachada principal, en la calle de la Puebla, sigue el modelo creado por fray Alberto de la Madre de Dios en el también madrileño Real Monasterio de la Encarnación, aunque simplificando la composición y sustituyendo la piedra por el más económico ladrillo. Hacia la calle de Valverde mira uno de los extremos del crucero de la iglesia, formando una sencilla fachada que se decora con una imagen de la titular del convento y motivos heráldicos. En el interior, de una sola nave de tres tramos con lunetos, corto crucero y sencilla cúpula sobre pechinas, y todo apenas sin ornato, destaca el retablo mayor, con un gran cuadro del pintor Juan de Toledo representando a María Inmaculada. En esta iglesia se encuentra por azares del destino el cuerpo incorrupto de la beata Mariana de Jesús, trasladada a esta iglesia en 1837 al demolerse la de los mercedarios de Santa Bárbara, donde recibió primera sepultura. La santa (1564-1624) tuvo una vida muy azarosa, marcada por una profunda fe, ciertos actos de autoflagelación y la negativa de sus padres y de varios conventos a admitirla como monja. Está en proceso de canonización. Se expone al público todos los 17 de abril y desprende un olor a manzana. El templo guardaba hasta la guerra civil notables obras de arte, pero muchas de ellas desaparecieron con los saqueos, incluidas una María Dolorosa y un Eccehomo de Pedro de Mena. La magnitud del convento da espacio para que allí también se abra el colegio —claro— de la Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, con entrada principal por Valverde, 15. Otro recinto sagrado se abre también en la manzana situada entre la Corredera y las calles de la Puebla y de la Ballesta Se trata de la Santa, Pontificia y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid, fundada en 1615 y aquí trasladada en 1702 para la custodia y administración del Real Hospital e Iglesia de San Antonio de los Alemanes. La Hermandad del Refugio era famosa por su célebre "Ronda del pan y el huevo", que recorría las calles buscando mendigos. Hoy ha desaparecido la Ronda, pero persiste la obra pía de dar comida a los indigentes. La iglesia, con entrada por la misma esquina de la Corredera, fue construida a partir de 1624 según un proyecto del jesuita Pedro Sánchez, aunque fue el arquitecto Francisco Seseña quien dirigió las obras, ayudado por Juan Gómez de Mora, a quien se le atribuye la fachada. Construida sobre una planta oval, San Antonio de los Alemanes es una de las iglesias más bellas de la ciudad, sobre todo su interior, con una portentosa y barroca decoración que la cubre por completo, casi escenográfica, apabullante, realizada con pinturas murales al fresco por Carreño, Ricci y luego Lucas Jordán, y por lo que es considerada como la capilla sixtina madrileña. También es de destacar el soberbio retablo mayor, realizado a mediados del siglo XVIII por el arquitecto Miguel Fernández, con esculturas de Francisco Gutiérrez. Protegido por la Hermandad del Refugio, y para recoger niñas huérfanas y desvalidas, se fundó en 1651 el colegio de la Purísima Concepción, instalado al principio en la calle del Marqués de Santa Ana. En la actualidad, este antiguo centro de enseñanza, dirigido pedagógicamente por la Compañía de Santa Teresa de Jesús desde 1889, y que tiene su entrada por la calle de la Puebla y lateral por Ballesta, acoge con carácter normal y abierto a niños y niñas del barrio e imparte Enseñanza Primaria y Secundaria. En la esquina con la calle del Barco hubo una de las confiterías más famosas de Madrid, que tenía como especialidad los pastelillos de arroz. Y en otra esquina, ésta con la Corredera, frente al Refugio, estuvo en el primer tercio del siglo pasado el café de la Concepción. Era de traza romántica y en él imaginó Jacinto Benavente el escenario para un acto de su comedia La losa de los sueños. En la calle de la Puebla vivió, en el número 4, el historiador don Modesto Lafuente, célebre también como costumbrista por su Teatro social del siglo XIX y por sus Capilladas, que publicó con el pseudónimo de "Fray Gerundio". Y, en el 11, el genial escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna —Ramón—, que aquí ideó y comenzó sus "greguerías". También gestó con los amigos que le visitaban la tertulia literaria de la botillería y café de Pombo, en la calle de Carretas, inmortalizada en un cuadro de Solana. Y allí estaba la redacción de la revista Prometeo, de la que Ramón era director y único redactor-colaborador. La calle de la Puebla ha estado desde hace muchos años especializada en tiendas de lámparas y su fornitura. Hoy son ya menos las que quedan abiertas, pero desde luego es el sitio ideal para encontrar repuestos para viejas lámparas, arañas de cristal o sustituir una tulipa que se nos haya roto. Tan cercanas las calles de la Ballesta y del Barco, ambas en su día con multitud de meretrices callejeras en busca de clientela y numerosos clubes de alterne, en esta de la Puebla parece ya que el único rastro de todo aquello es alguna casa hospitalaria para el amor furtivo.
Va desde la calle del Desengaño a la plaza de San Ildefonso. Se dice que el nombre se le dio porque su rasante tiene levantados los dos extremos y hundida la parte central, a la manera de las embarcaciones. Esa era al menos la apreciación del sacerdote Juan Pacheco de Alarcón, que como confesor y albacea de doña María de Miranda, viuda de Juan Arista de Zúñiga, señor de Montalvo, se encargó de su última voluntad: la construcción del convento de Madres Mercedarias que por aquí tiene su trasera y fachadas principales a las calles de Valverde y Puebla. "Parece un barco", fue su expresión cuando por allí se encontraba presenciando las obras, y con ese nombre se quedó. Este convento, cuyo nombre real es el de Nuestra Señora de la Concepción, pero que es más conocido por el de la Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, estuvo terminado en 1609, aunque la iglesia lo hizo en 1656. Su magnitud da espacio para que allí también se abra el colegio —claro— de la Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, con entrada principal por Valverde y aulas y departamentos por todo el contorno. Otro colegio, ya desaparecido, fue el de los Agustinos, en el número 22, que tenía su entrada principal por la calle de Valverde. Y en el 24 estuvo instalada durante algunos años la Escuela Normal de Maestras. En el número 15 nació el dramaturgo Juan Eugenio de Hartzenbusch, autor entre otras obras de Los amantes de Teruel. Y en esta calle vivió y murió el general Castaños, el héroe de Bailén. De espíritu campechano y guasón, se cuenta de él, que ya muy anciano se levantaba al amanecer para acudir a la primera misa en el convento cercano de las Mercedarias, y en el camino despertaba al mancebo de una tienda, que era el encargado de ayudar al celebrante. Un buen día, el muchacho no pudo acudir y el general se ofreció para realizar su labor. Casualmente, el sacerdote que ofició —muy joven— lo hacía por primera vez en el convento, y no quedó muy satisfecho del "monaguillo". Al terminar la misa, en voz alta, dirigiéndose al sacristán, le indicó que no le volviese a poner un ayudante tan viejo y lento. Las risas de ambos turbaron al curilla, y más al saber quién era la personalidad que le había auxiliado en el altar. Pero el general, en tono paternal, le dijo: "No se apure. Al contrario, me ha hecho mucha gracia que diga usted eso. Figúrese, llevaba casi noventa años sin que nadie se haya atrevido a regañarme". Al principio de la calle de Valverde, con vuelta a la del Desengaño y a la del Barco, estuvo el convento de San Basilio, de padres basilios. Tras su clausura en 1833 y posterior derribo en 1850, en el solar se levantó el Teatro de los Basilios. En él se hizo el estreno de Don Juan Tenorio un día de Todos los Santos, iniciándose así la costumbre de la reposición anual por esas fechas del drama de José Zorrilla. Hacia 1853 el teatro pasó a llamarse de Lope de Vega. Duró muy poco, pues en 1864 fue abatido y por su solar se abrió la calle dedicada a Muñoz Torrero. Como todas las calles de los alrededores, en tiempos integrantes del "barrio chino" madrileño, sobre todo la parte más cercana a Desengaño, hoy parece que va disminuyendo el número de trabajadoras mercenarias del amor apostadas en las esquinas. Pero es difícil y en poco tiempo perder aquella sordidez antigua —aún se ve alguna pensión de dudosa reputación—, a pesar de que la asociación de comerciantes Triball se empeñe en querer convertir toda la zona en una especie de Soho londinense. Muy curiosa es la fachada del edificio del nº 21, con bello trabajo en ladrillo de colores, contrastando con el blanco del precioso alero, cornisas, estucos y enmarcamiento de balcones y miradores de hierro forjado.
Va esta pequeñísima calle, casi travesía, desde la Gran Vía a Desengaño, y antes de la apertura de la gran arteria empezaba en la de Jacometrezo. Su nombre anterior era de Hilario Peñasco (entre otros escritos, publico con la colaboración de Carlos Cambronero Las calles de Madrid) y primitivamente del Carbón, porque allí se establecieron unos almacenes de este material. El ruido que se producía al descargar los carros y las palabras soeces de los que andaban en aquel trajín, hizo decir al un tal padre Miceno, que predicaba en la iglesia del cercano y ya desaparecido convento de los Basilios (en la calle del Desengaño, con vuelta a la del Barco y a la de Valverde), y refiriéndose al santo san Basilio: "No se hubieran caído frases tan sublimes de la pluma de tan gran patriarca si hubiese tenido tan cerca como yo a esas gentes carboneras". Hoy está dedicada al granadino Gonzalo Jiménez de Quesada. Nacido en 1496, fue uno de aquellos conquistadores y descubridores que entraron en la categoría de mito como Pizarro, como Cortés, como Orellana, como Almagro, Belalcázar o tantos otros. Conquisto los inmensos territorios de Nueva Granada (actual Colombia). Remontó el río Magdalena en busca de sus fuentes. Alcanzó las tierras del imperio de los chibchas, los terceros en civilización después de los incas y los aztecas, y que eran cultivadores de la patata, el tubérculo que ha sido más útil a la humanidad que todo el oro que trajeron del Nuevo Mundo. Fundó, entre otras, la ciudad de Santa Fe, que luego se llamó de Bogotá. Intentó descubrir el fabuloso El Dorado y llegó con una expedición a las márgenes del río Orinoco después de año y medio de penalidades. Sus restos reposan en la catedral de Santa Fe de Bogotá, capital de Colombia. ¿El porqué de dedicarle esta calle al insigne marino? ¡Quién lo sabe? Incomprensibles decisiones de nuestros gestores municipales. En la parte desaparecida de la antigua calle, esquina a Jacometrezo, estuvo el Café de los Basilios, cuyo nombre lo tomaba del cercano convento en la calle del Desengaño. También las oficinas y talleres de La Ilustración, una de las publicaciones periódicas más importantes de la España del último tercio del siglo XIX y principios del XX; del Semanario Pintoresco Español, fundado en 1836 por el gran escritor madrileño y madrileñista Mesonero Romanos, y en el que escribía sus artículos costumbristas con el seudónimo de "El curioso parlante", y el de Las Novedades, fundado por ángel Fernández de los Ríos, periodista, político, urbanista, y autor de una Guía de Madrid fundamental, y que aquí vivió también durante algún tiempo. Hoy, la calle apenas si tiene algo digno de reseñar. La acera de los impares corresponde toda ella al edificio de la Sociedad Española de Radiodifusión, la SER. El edificio fue construido en 1924 por José López Sallaberry y Teodoro Anasagasti para los grandes almacenes Madrid-París, los primeros que hubo en Madrid. Pero a pesar de alquilar una de las plantas a Unión Radio (origen de la cadena SER, que daban unos ingresos añadidos, el resultado económico no fue satisfactorio y los almacenes dieron en quiebra en 1934. Ese mismo año, tras importantes reformas, con el añadido de mas pisos, se instalaron allí, en la primera planta y sótano, los míticos Almacenes Populares SEPU (Sociedad Española de Precios Únicos) y, en 1935, el cine Madrid-Paris, luego Cine imperial, ambos ya desaparecidos. Ahora, además de los estudios radiofónicos, en el edificio están instalados varios comercios de grandes marcas de ropa y, tras una gran reforma de su espacio interior, los almacenes, Primark, que ocupan cinco plantas, y que además de la entrada principal por la Gran Vía también tienen acceso por esta calle de Gonzalo Jiménez de Quesada. En la acera de los pares, un hotel y una pequeña pensión. Y pululando al fondo... las prostitutas de la calle del Desengaño, que se atreven por la noche a bajar hasta las esquinas de la Gran Vía.
Une la calle de Valverde con la del Barco. Fue abierta en 1864 al construirse un grupo de viviendas por la Sociedad La Peninsular en lo que fue solar del antiguo convento de San Basilio. Fue fundado este convento en 1608 junto al arroyo del Abroñigal y aquí casi inmediatamente trasladado en 1611. Ocupaba un gran espacio en la calle del Desengaño, con vuelta a la de Valverde y a la del Barco. Tras su clausura en 1833 se destinó a cuartel de Artillería de la Milicia Nacional y en la iglesia se situó la Bolsa de Comercio. Finalmente fue derribado en 1850 para la construcción del Teatro de los Basilios. En él se hizo el estreno de Don Juan Tenorio un día de Todos los Santos, iniciándose así la costumbre de la reposición anual por esas fechas del drama de José Zorrilla. Hacia 1853 el teatro pasó a llamarse de Lope de Vega. Duró muy poco, pues en 1864 fue abatido para edificar las casas antes citadas y la apertura de la calle. Lleva el nombre de don Diego Muñoz Torrero, canónigo y político español (1761-1829) que fue catedrático y rector de la Universidad de Salamanca. Tomó parte como diputado en las Cortes de Cádiz y fue un fogoso orador que defendió en todo momento la libertad de imprenta y la igualdad de derechos entre españoles y americanos. Por haber firmado la famosa Constitución de 1812 —la Pepa— fue perseguido por Fernando VII. En 1820, tras el triunfo de la revolución de Riego, fue propuesto para el obispado de Guadix, pero no fue aceptado por Roma. Dos años más tarde, de nuevo los absolutistas en el poder, huyó a Portugal creyendo allí encontrarse a salvo, mas fue preso en la Torre de San Julián de la Barra, en Lisboa, y falleció en 1829 a causa de las torturas. Su final, tras sufrir una apoplejía cerebral por los golpes recibidos, fue un verdadero martirio. Así lo cuenta J. Mª Romero Rizo en su obra Muñoz Torrero. Apuntes históricos-biográficos, Cádiz, Impr. De Manuel álvarez Rodríguez. 1910, pp 88:
..."ordenando ( se refiere a José Téllez, responsable de la cárcel) que ataran al mártir una soga á los pies y le bajaran arrastrando por una escalera de treinta y cuatro peldaños de madera, en cada uno de los cuales fue dando otros tantos golpes la venerable cabeza de aquel grande hombre. Después mandó envolver su cadáver en cueros, en una levita vieja, y ponerle unos zapatos de munición sin taloneras; y en esta guisa fue colocado en un hoyo inmediato á una tapia del castillo con la cabeza al Norte" La calle de Muñoz Torrero no tiene ningún interés arquitectónico ni comercial y nada hay digno de reseñar.
Va desde la Gran Vía a la calle de Colón. Su nombre antiguo era de las Victorias y se debe a una leyenda con poco fundamento. Estos terrenos eran un erial cercano al camino de Fuencarral y propiedad de don Juan de la Victoria de Bracamonte, que en 1542 utilizó para construir su propia casa y para labrar otras al lado. Todo ello dio origen a una Puebla (la cercana calle de este nombre toma de aquí también su patronímico). Las casas fueron luego heredadas por sus nietas, a quienes llamaban las Vitorias. Una de ellas era cortejada por el donjuanesco Jacobo de Grattis (el "Caballero de Gracia" de vida de crápula, luego arrepentido y fundador del Oratorio que lleva su nombre). Una noche en que el tal caballero rondaba la casa de las Victorias le atacaron dos embozados y, aunque tiró de su espada, vio como aquellos también esgrimían las suyas y conseguían herirle y dar con él en tierra, diciéndole: "Avergonzaos por ser vencido por las Victorias". Jacobo sintió, en efecto, el ardor de la vergüenza al reconocer los hermosos rostros de las disfrazadas, que huyeron llevándose el estoque de la víctima. Eran ellas, las dos hermanas, cansadas ya de tanto acoso por parte del pícaro y petulante caballero. El nombre actual y desde el siglo XVII se debe a que la calle es paralela a la de Fuencarral, antiguo camino al pueblo de ese nombre (unido actualmente a Madrid) donde son muy devotos a la Virgen de Valverde, a la que se rinde culto en el santuario dominico de aquel lugar. La calle empieza con la imponente mole de la Telefónica en el costado derecho, el primer rascacielos que tuvo Madrid, y que significó el taponamiento de la calle del Desengaño, que antes tenía salida a Fuencarral. Se levantó entre los años 1925 y 1929, con proyecto original del neoyorquino Louis S. Weeks —es por tanto un genuino building norteamericano—, aunque la licencia como director de obras se concedió al español Ignacio Cárdenas, que introdujo modificaciones. Aunque es un edificio de concepción art-decó, la parte alta se decora con pináculos a manera de una catedral gótica y la fachada con adornos neobarrocos. En la esquina con la calle del Desengaño y con vuelta a la del Barco estuvo el convento de San Basilio, de padres basilios, que había sido fundado en 1608 por el padre Miguel del Pozo junto al arroyo del Abroñigal, y que aquí fue casi inmediatamente trasladado en 1611 a unas casas que compraron a un tal Alonso de Burgos. En 1647 don Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, se hizo con el patronato del convento, por lo que pudo ser reconstruido de nueva planta, resultando uno de los más notables de la ciudad. Destacaba su iglesia, trazada por Juan Ruiz en 1654. Se levantó sobre una planta de cruz latina de grandes dimensiones, con crucero y una interesante cúpula sobre pechinas decorada con bellas pinturas al fresco, obra de Claudio Coello y José Donoso. La fachada era sencilla, con una espaciosa puerta en el centro, decorada con jambas, ménsulas, y guardapolvo de granito. Tras su clausura en 1833 se destinó a cuartel de Artillería de la Milicia Nacional y en la iglesia se situó la Bolsa de Comercio. Finalmente fue derribado en 1850 para la construcción del Teatro de los Basilios. En él se hizo el estreno de Don Juan Tenorio un día de Todos los Santos, iniciándose así la costumbre de la reposición anual por esas fechas del drama de José Zorrilla. Allí también acudían los madrileños a celebrar los bailes de carnaval. Hacia 1853 el teatro pasó a llamarse de Lope de Vega. Duró muy poco, pues en 1864 fue abatido y por su solar se abrió la calle dedicada a Muñoz Torrero. En la casa construida en la misma esquina de Valverde y Desengaño, sobre parte del solar del Teatro de los Basilios, estuvo un café muy popular de finales del siglo XIX, El Habanero, con comedores reservados para los devaneos galantes, y cuyo nombre era escuchado con horror por las gentes pacatas y pronunciado maliciosamente por las que presumían de picardeadas. Allí se vivían unas de las noches más locas de Madrid. En la esquina con la calle de la Puebla se levanta el enorme convento de Nuestra Señora de la Concepción, más conocido por el de las Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, ya que fue fundado en 1609 por el sacerdote Don Juan Pacheco de Alarcón, quien fue albacea de doña María de Miranda, viuda de Juan Arista de Zúñiga, señor de Montalvo. En 1656 se terminó la iglesia, barroca, cuya fachada principal, en la calle de la Puebla, sigue el modelo creado por fray Alberto de la Madre de Dios en el también madrileño Real Monasterio de la Encarnación. Hacia la calle de Valverde mira uno de los extremos del crucero de la iglesia, formando una sencilla fachada que se decora con una imagen de la titular del convento y motivos heráldicos. En el interior, de una sola nave y sencilla cúpula sobre pechinas, destaca el retablo mayor, con un gran cuadro del pintor Juan de Toledo, representando a María Inmaculada. La magnitud del convento da espacio para que allí también se abra el colegio —claro— de la Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, con entrada principal por Valverde, 15. En el número 22/24 se encuentra la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en un edificio de buena planta, fachada neoclásica e interior adecuado, en escaleras y salones, para el fin de su construcción. Fue erigido en 1794 por Juan Antonio Cuervo. Pero en este casón se instaló primeramente la Real Academia de la Lengua, que había sido fundada en 1713 por don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, y que tuvo su sede inicial en el domicilio del propio marqués de Villena en la plaza de las Descalzas. Cuando la Academia de la Lengua abandono en 1894 este edificio de Valverde para ocupar su sede actual en la calle de Felipe IV, su lugar lo ocupo la Academia de Ciencias, que había sido fundada en 1834 por Decreto de la reina gobernadora doña María Cristina de Borbón. La Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que antes de instalarse en Valverde estuvo anteriormente en el por aquellas fechas exclaustrado convento de la Santísima Trinidad, en la calle de Atocha (el teatro Calderón ocupa parte de su inmenso solar) y en la Casa de los Lujanes, en la plaza de la Villa, está dedicada al estudio e investigación de las matemáticas, la física, la química, la biología, la ingeniería y otras relacionadas con las ciencias. Los antecedentes de esta institución se remontan al reinado de Felipe II, cuando en 1583 emprende su breve andadura una primera Academia de Matemáticas impulsada por Juan de Herrera e instalada en dependencias del Alcázar Real y, poco después, en un edificio propio en la calle del Tesoro" (solar hoy ocupado por el Teatro Real). En 1612 la institución se trasladó a la casa del marqués de Leganés, con fachada a la calle ancha de San Bernardo, y en 1630 todas las propiedades e instrumentos de la Academia fueron entregados al antiguo Colegio Imperial de los jesuitas, en la calle de Toledo. Posteriormente, tras el florecimiento en Europa de las Academias de ámbito científico, en 1734 se fundó la Real Academia de Medicina y Ciencias Naturales que, poco después, el marqués de la Ensenada encargó a Jorge Juan independizara en sus dos ramas, pero que no llegó a realizarse. Ya en el siglo XIX y por deseo de Fernando VII se encargó de planificar y organizar la que sería la futura academia, pero esta vez tampoco llegaría a culminar el proyecto. Fue con la llegada de los primeros gobiernos liberales cuando cambió el panorama y por fin se logró su fundación en 1834. Pasada la calle de la Puebla, en el número 25 actual, a la izquierda, estaba el Oratorio del Espíritu Santo, fundado en 1620 por las Esclavas del Divino Espíritu y de María Santísima de la Oración. Se instaló inicialmente en el vecino convento de las Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón hasta que fue construido en 1676 el suyo propio metros más arriba. En este mismo año don Pedro Baca de Herrera y varios hombres piadosos se encargaron del culto del Santísimo que permanecía expuesto día y noche, adoración que estuvo vigente hasta 1936. En 1911, los agustinos compraron las casas inmediatas y construyeron junto al oratorio un colegio (la trasera daba a la calle del Barco) y una iglesia, en la que el antiguo oratorio estaba integrado como una capilla adjunta. Esta iglesia, construida por Lerrucea según planos de los arquitectos Vera y Villamar en estilo modernista, con única torre y nave central con pasadizos laterales, estaba presidida en el altar mayor por la Virgen de la Correa, obra de Juan Pascual de Mena. Incomprensiblemente (especulación urbanística por medio), los padres agustinos se mudaron a las afueras a principio de los años setenta del pasado siglo, y en el solar que dejó el derribo construyeron el edificio más feo de la calle. Se privó así a Madrid de uno de los escasos testimonios de modernismo religioso. En el número 34 —una placa así lo atestigua— vivieron las grandes actrices Guadalupe, Matilde y Mercedes Muñoz Sampedro, con los también actores Manuel Soto y Rafael Bardén, esposos de las primeras, todos miembros y continuadores de una gran saga de dicada al teatro y a la cinematografía. La calle tiene, además, su propia novela, La calle de Valverde, de Max Aub, escritor ácido y lúcido, comprometido con su tiempo, un tiempo difícil que le condenó a largos años de exilio. La novela, que hubo de publicarse en 1961 en México, después de que un par de años antes las censuras civil y eclesiástica desaconsejaran su publicación en España por entender que atentaba en ciertas partes contra la moral católica, es una crónica magistral del Madrid de la dictadura de Primo de Rivera, donde el autor mezcla con gran maestría personajes reales y ficticios que pululan por chiscones y buhardillas, salones burgueses y tertulias ilustradas, calles y plazas de una ciudad en vísperas de su mayor tragedia, anunciada ya en los modos del campechano dictador, censor de las libertades públicas y notorio juerguista y noctámbulo. La Calle de Valverde no es la historia de la calle madrileña, aunque buena parte de la acción transcurre en el número 32, que puede no corresponder a la numeración actual. Escribe Aub: "...la calle de Valverde parece de provincia. No es que no sea madrileña —lo es como la primera—, pero entre la bullanguería de la de Fuencarral, la algarabía de la Corredera, el tráfico de la Gran Vía, da la impresión, a los pocos que por ella transitan, de un retorno a los tiempos pasados". Desaparecieron de la calle muchos de sus locales tradicionales, y entre otros el taller de un antiguo marmolista, al lado de la Telefónica, especializado, según indicaba su rótulo publicitario, en decoración y arte funerario, y que en los últimos tiempos mostraba un cartel donde podía leerse: "Qué bonito Madrid. Pero limpio de ... ?". Se refería a las muchas prostitutas que campeaban a sus anchas en la confluencia con la calle del Desengaño, justo frente a su negocio. Ahora son menos, pero aún se ven algunas apostadas en las esquinas o sentadas en los bancos y bolardos de piedra frente a la Academia de las Ciencias, pues parece ser éste el límite del "barrio chino" madrileño. En contraste con la austeridad del convento de las Mercedarias, hoy podemos ver los desafiantes destellos de neón de algún sex-shop, hoteles y pensiones, restaurantes, bares de día, bares de noche (como el mítico Club Ya´sta, en el 10, nacido en pleno auge de la Movida madrileña) y algún que otro negocio antiguo o de reciente apertura, como la Fábrica Maravillas, que elaboran cerveza de manera artesanal. CALLE DE SAN ONOFRE Va desde la calle de Fuencarral a la de Valverde. El nombre se debe a que hubo una ermita dedicada al santo anacoreta por estos terrenos donde después se abrió la calle y que al parecer eran propiedad de doña Beatriz Galindo La Latina, profesora de latín de la reina Isabel la Católica y de su marido don Francisco Ramírez, famoso militar descendiente del legendario Gracián Ramírez, caballero que en el año 932 participó junto a Ramiro II en el primer intento —fallido— de conquista de Madrid a los árabes y que encontró una imagen escondida de Nuestra Señora junto a un campo de esparto o tochas —"atochar"—, imagen que sería venerada a partir de entonces con la advocación de Virgen de Atocha. San Onofre (en primitiva lengua castellana san Nuflo), se cree fue hijo de un rey egipcio o abisinio que vivió en el siglo IV. Ingresado en un convento de la Tebaida egipcia, quiso conseguir una mayor perfección, se retiró al desierto y llevó una vida penitente y solitaria, absolutamente aislado y solo en pleno contacto con la naturaleza. Se llegó a decir que parecía un animal de especie desconocida, pues tan fuera de lo humano era su aspecto. La calle de San Onofre, cerrada al tráfico, une la modernidad de Fuencarral con la tradición de Valverde, pues a esa altura, al fondo, se encuentra el convento de Nuestra Señora de la Concepción, más conocido por el de las Madres Mercedarias de Don Juan de Alarcón, ya que fue fundado en 1609 por el sacerdote Don Juan Pacheco de Alarcón, quien fue albacea de doña María de Miranda, viuda de Juan Arista de Zúñiga, señor de Montalvo. Una placa en la fachada del número 4, recuerda que allí residió durante unos años el célebre músico Isaac Albéniz. Madrid le inspiró dos composiciones: la zarzuela San Antonio de la Florida, estrenada en 1894 en el Teatro Apolo, y Lavapiés, la única pieza de las que integran Iberia que no está directamente ligada con Andalucía. Sin lugar a dudas, el negocio tradicional más conocido de la calle es el Horno de San Onofre, en el nº 3, primera de las pastelerías de esta cadena abiertas en Madrid. En realidad sólo lleva allí desde 1972, pero recoge el espíritu de otra confitería que antes se encontraba en el mismo local, El buen gusto. Sólo el olor que inunda toda la calle San Onofre, hace que sea imposible pasar de largo y una vez dentro no salir con algunas de sus deliciosas propuestas, entre las que destaca su magnífica tarta de Santiago. En este mismo local, y antes de la primitiva confitería, hubo una papelería que regentaba la familia Cabañas. Más antigua aún era la colchonería Marina, en el nº 8, fundada en 1892, tristemente desaparecida. Y en el local de la esquina con Fuencarral, en el que ahora hay una firma vanguardista de ropa juvenil, hubo antes otro comercio también centenario, la peletería San Onofre, fundada en 1888. Pero afortunadamente, la pequeña tienda de maquillaje y cosméticos Harpo, en el nº 6, ha tenido el buen gusto de conservar la deliciosa envoltura de un establecimiento antiguo para allí instalarse con solo reformas imprescindibles. Debiera cundir el ejemplo.
Va desde la calle de Fuencarral a la plaza de San Ildefonso. Antes se llamó de Santa Catalina la Vieja, y el nombre actual es en honor del extraordinario navegante y descubridor del Nuevo Mundo. Tan interesante como desventurada fue la vida de Cristóbal Colón. Lo vemos acudir de una corte a otra sin ser atendido en sus proyectos y venir desde Portugal pidiendo limosna por el camino. La hospitalidad que le concedió en la Rábida el padre Juan Pérez de Marchena fue el comienzo del logro de sus afanes. Aún le quedó, sin embargo, mucho que sufrir hasta que la reina Isabel de Castilla diera la ayuda suficiente para organizar el viaje a lo desconocido. El 3 de agosto de 1492 salió Colón del puerto de Palos de Moguer, y el día 12 de octubre llegaba a la isla de Guanajani o de San Salvador. Después de descubrir nuevas tierras que no habían de llevar su nombre, sino el de Américo Vespucio, padeció desventuras y persecuciones. Y acabó sus días miserablemente en Valladolid. Tardíamente fue reconocida la gloria de su genio, y en los anales de la grandeza española quedó su nombre como cabeza de un alto linaje, en el que se vincularon los títulos de Gran Almirante, Adelantado de las Indias, duque de Veragua y marqués de Jamaica. Sin lugar a dudas, el negocio tradicional más conocido de la calle es la centenaria Bodega de la Ardosa, en el número 13. Tiene, como mandan los cánones, las puertas pintadas de rojo, porque es sabido que hubo una orden que así lo ordenaba para este tipo de establecimientos, y una preciosa azulejería en el interior rematada por una reproducción de los grabados de Goya que recorre toda la pared. Fue en 1892 cuando Rafael Fernández Bagena, propietario de unas bodegas en la zona vitivinícola toledana llamada La Ardosa, la fundó para comercializar sus vinos en Madrid. Era una cadena de tabernas —más de treinta en su tiempo— de las que ya sólo queda otra en la calle de Santa Engracia. Esta Bodega de la Ardosa de la calle de Colón la compró en 1970 Gregorio Monje, que había sido carnicero en el desaparecido mercado de San Ildefonso (en la plaza de ese nombre y adosado a la iglesia parroquial) convirtiéndose en parte fundamental del paisanaje urbano de la calle. Ahora lo hacen sus hijos. Fue el primer establecimiento en vender la cerveza Guinness de barril, privilegio otorgado por la casa irlandesa en reconocimiento de su historia y señorío. Además tienen unas 70 marcas diferentes de cerveza de importación y vermut de grifo para acompañar a sus múltiples aperitivos, entre los que es estrella su magnífica tortilla de patatas. Otro establecimiento centenario es la peluquería Urbano, en el nº 10, la más antigua de Madrid, fundada en 1856. Y aunque el local ha sido modernizado, conserva el aire de las viejas peluquerías de barrio. Y muy antigua es también la ferretería del nº 7. Al rebujo de La Ardosa, otros bares de todo tipo, han abierto por la calle de Colón, de tal manera que se ha convertido en uno de los lugares típicos del "tapeo" madrileño. Y un recuerdo, como muestra de todos los locales desaparecidos de la calle, a la tienda-fabrica de lamparillas o mariposas San Juan Bosco. Se echaba mano de ellas para la fiesta de Todos los Santos y el día de los Difuntos, fechas en las que en muchas casas se ponían por las habitaciones lamparillas votivas a los familiares desaparecidos. Consistían en un vaso o taza con agua y aceite, sobre el que flotaban las tales mariposas, formadas por un trocito redondo de cartulina fuerte, del tamaño de un euro, y otro de corcho, unidos y pinchados ambos por el centro con una cerilla. Permanecían encendidas hasta que se consumía el aceite. Para los chicos eran verdaderamente aterradoras, pues en esos días de culto a los muertos y tan propicios entonces para contar truculentas historias de apariciones, si te levantabas por la noche, el movimiento de las sombras que provocaba el leve resplandor de las lamparillas, unido a un chasquido de los muebles, era suficiente para que, lleno de pavor, corrieras rápido a refugiarte bajo las mantas. También se empleaban para dar simplemente luz, en sustitución de las velas, o en la función que hoy hacen los modernos pilotos que se acoplan a un enchufe y mantienen una luz tenue, de vigilancia, en habitaciones de ancianos o de niños pequeños. Eran otros tiempos.
Une la calle de Fuencarral con la plaza de San Ildefonso y la Corredera Alta de San Pablo. El nombre le viene porque en tiempos era un camino que se separaba del que luego formó la Corredera y que acercaba a una ermita dedicada a esta santa, en la actual plaza de Santa Bárbara. Allí se iba en romería el 4 de diciembre. En este mismo asentamiento de la primitiva ermita, en terrenos donde hoy nace la calle Orellana, estuvo el convento de Santa Bárbara, fundado en 1606 por el religioso mercedario Juan Bautista del Santísimo Sacramento. Santa Bárbara nació en el siglo III en la ciudad de Nicomedia (hoy día Izmit, en el noroeste de Turquía). Para protegerla de las influencias malas del mundo exterior, su padre la forzó a pasar su juventud encerrada en una torre. En su retiro, santa Bárbara se convirtió secretamente al cristianismo. Cuando su padre, que era pagano, lo descubrió, la entregó al gobernador romano. El gobernador intentó hacerla retractarse, pero no lo consiguió. Finalmente, Santa Bárbara fue decapitada por su propio padre, que no podía tolerar su conversión. Pero inmediatamente después del crimen, el padre de santa Bárbara murió a su vez, golpeado por un rayo. Desde entonces, la santa está asociada con el rayo y es invocada durante las tempestades. Y esa es la razón por la que decimos que “solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena”. Su devoción fue muy popular en Madrid. En la plaza de San Ildefonso y con lateral a la calle de Santa Bárbara estuvo hasta finales de los años sesenta del pasado siglo, un viejo mercado cubierto con ciertas pretensiones arquitectónicas, el primero de este tipo que se abrió en Madrid, obra del arquitecto Lucio Olavieta e inaugurado en 1834. Su solar sirvió para descongestionar la zona y ampliar la plaza. Muchos son los locales tradicionales desaparecidos de la calle. Entre otros, Hules Barahona, en la esquina con Fuencarral. La vieja casa fue derribada y en su lugar construido un edificio en altura que alberga el Mercado de San Ildefonso, un mercado gastronómico (street food market al estilo londinense) muy moderno, pero con un "guiño" en el nombre al antiguo y tradicional que existía en la plaza de san Ildefonso, y que haría exclamar de asombro al mismísimo Isidoro Barahona, el de los hules. Y Tampoco están: Saneamientos E. García, en el número 8; una minúscula tienda de compostura de máquinas de escribir, que también realizaba sellos de caucho, al lado de la anterior, o una vieja cacharrería (han desaparecido casi todas de Madrid), llegando a la plaza de San Ildefonso. Se mantiene el Club Sideral, esquina a la calle de San Joaquín, de ambiente rockero malasañero, y, además de otros varios locales de nuevo cuño, abre el bar restaurante Conache, con agradable terraza a la plaza de San Ildefonso. CALLE DE SAN JOAQUÍN Va desde la calle de Fuencarral a la Corredera Alta de San Pablo. Lleva su nombre desde muy antiguo, pues con él aparece en el plano de Texeira de 1656. Y también hay constancia de la cesión en 1660 de un terreno de esta calle, propiedad del Concejo de la Villa, al marqués de Eliche, para crear o agrandar un jardín que titulan de San Joaquín. El nombre se debe, al parecer, a un retablillo que existió en la fachada de una de las primeras casas que por aquí se edificaron, la de don Manuel de Zúñiga, conde de Monterrey, que todos llamaban la casa de Bolea. San Joaquín, según una tradición católica y ortodoxa que arranca del siglo II, fue el padre de la Virgen María y marido de Santa Ana. No conocemos más que sus nombres. Lo que relatan sobre ellos los libros apócrifos no es todo confiable y difícil distinguir lo cierto de la leyenda. San Joaquín era venerado por los griegos desde muy temprano. En el Occidente su fiesta fue admitida más tarde. Con la reforma del calendario después del Concilio Vaticano II, San Joaquín se celebra junto con su esposa, Santa Ana, el 26 de Julio. Son los patrones de los abuelos. En la esquina de esta calle con la de Fuencarral hubo un café-teatro llamado también de San Joaquín, con espectáculo de variedades y del incipiente por entonces género chico. En su escenario figuró mucho tiempo, junto a otros actores también de gran nombradía, don José Mesejo, que luego triunfó en el teatro Apolo con piezas de zarzuela tan famosas como La verbena de La Paloma o La revoltosa. En esa misma esquina estuvo luego el mesón restaurante La Criolla, desaparecido incomprensiblemente cuando más amplia era su clientela. Ahora el lugar lo ocupa otro negocio de hostelería. Desapareció el edificio tricentenario que tenía esquina con la plaza de San Ildefonso y vuelta a la Corredera, llevándose por delante entre otros locales, la bella vaquería-lechería El Descanso, con vidrios publicitarios, interior precioso ornamentado con lienzos pegados y frescos en el techo de estilo modernista, pero que afortunadamente ha sido recuperada como establecimiento comercial con toda su decoración. Y cerro a finales de 2018 el mítico Lozano, en el nº 14, un bar antiguo y de gente del barrio, pero que fue descubierto por los jóvenes para, por un precio más que razonable, mitigar el hambre con bocatas y hamburguesas a la par que la sed en las correrías callejeras malasañeras. Se resistió todo lo que pudo, pero al final no pudo afrontar la subida de su alquiler de "renta antigua". Llevaba abierto desde 1975. |